El hombre oprimió la tecla plei, seguido del botón ripit y la música de Betoven llenó el cuarto. Cerró los ojos para entrar al mundo que le sugería lo que escuchaba y recargó la cabeza en la almohada. Con el índice llevaba el ritmo, con la otra mano buscaba el cuerpo de la joven. Por fin las presiones de la cámara lo dejaban tranquilo. Unas horas antes, la oposición había tomado la tribuna y por poco impedía la votación, pero al final el asunto se resolvió favorablemente; además, su discurso fue de los más aplaudidos por el partido: “Compañeros diputados…”
Sintió el dulce contacto de sus dedos con la cabellera negra, estaba alegre de tener ese cuerpo tan cerca de él. Gracias a Dios, pronunció en voz baja, casi rezando, en dirección al cielo.
La había encontrado con la tarde moribunda. El paseo de la reforma era una larga recta de automóviles, árboles, luces y personas. Le habría gustado que la carretera estuviera libre, sin la inoportuna presencia de 20 millones de hijos de la chingada. Entonces vio a la joven caminar por la banqueta, mover rítmicamente las caderas. Aún tenía los músculos del cuello doloridos por los embates de la oposición que lo acusaban a él y a su partido de traición a la patria. El recuerdo del escupitajo de otro diputado resbalándole por el cachete y parte de la oreja le hacía apretar con fuerza el volante. Tras pensarlo un poco, dio vuelta en la primera esquina para encontrarla de nuevo e invitarla a subir. Le llamaron la atención las colas de caballo, una en cada lado de la cabeza, la falda corta, las calcetas blancas apenas hasta los tobillos. Ella se fijó en las vestiduras del automóvil, en la pintura impecable. Luego inspeccionó al hombre que conducía: no menor de 45 años, barba de candado minuciosamente cortada; lo juzgó inofensivo por haberlo visto dos o tres veces en algún noticiero opinando sobre asuntos de prioridad nacional. Me pedirá, cuando mucho, que se lo chupe, pensó la joven al sentir la cómoda primera experiencia de los asientos de piel de un cádilac en la espalda.
Se levantó de la cama, fue a la cantina y sirvió dos güiskis en finas copas de cristal cortado. El suyo lo bebió rápido, el de la joven lo puso sobre el mueble de caoba. Se sirvió otro, esta vez con un poco de hielo.
- Los escoceses son unos imbéciles que usan falda, pero hacen el mejor güisqui del mundo. Bébelo con calma.
- …
- ¿No es maravillosa la música?
- …
- Siéntela. Deja que las notas te conduzcan a lugares increíbles. Ahora veo un bosque. Un enorme bosque: imagina árboles, senderos marcados en el pasto. Nosotros estamos ahí, corremos tomados de la mano, desnudos. ¿Puedes ver ese verde tan intenso?
- …
-Se oye una cascada, pero no podemos verla, sólo nos llega el rumor que la brisa trae hasta nuestros oídos. El sonido nos conduce por una pradera hermosa, orgullo de la mano de Dios. Hay animales que nos observan, testigos de nuestra búsqueda. Fíjate ahí, sobre aquel árbol, va una hormiga cargando un pétalo. La luz se cuela entre las hojas de los árboles. Todo es tan claro. Buscamos el agua porque nos parece el mejor lugar para hacer el amor. ¿Puedes escucharla?
- …
- Pero cierra los ojos. Se imagina mejor si se mantienen unidos los párpados.
- …
- Cierra los ojos.
- …
- Cierra los putos ojos.
El hombre recordó a la oposición tomando la tribuna, llenando el lugar de pancartas. Jaló aire, sintió que el pecho se le inflaba. Hizo pasar el güisqui por su garganta. Trituró el hielo con los dientes.
-Obedéceme, por favor. No me hagas perder los estribos.
Acarició con ternura el brazo de la joven.
- Por Dios, cierra los ojos.
Pero ella no los cerraba, a pesar del esfuerzo por unirle los párpados.
El timbre del celular, sobre el buró, sonó. Iba a ignorar la llamada, pero tuvo que contestar al ver el identificador.
- Enseguida estoy contigo –dijo a la joven, luego contestó el soni ericson.
- Sí licenciado… Claro, para eso estamos los amigos… Nada más dame dos horas, es que estoy acompañado… Cuenta conmigo licenciado.
El licenciado era la persona más cercana al presidente de la república, por lo tanto todos los miembros del partido le debían una lealtad absoluta. Sobre todo el hombre, porque había sido recomendado por él, hacía más de una década, con los dirigentes del partido. Quedarle mal era un lujo que no podía permitirse. Pero no todo era un afán burocrático, porque pasaban largas tardes juntos en compañía de los mejores vinos, disfrutando la música de los clásicos, mientras alguna mujer, casi siempre menor de 20 años, se metía alternadamente los penes de uno y otro hasta hacerlos eyacular, por lo común al final de una sinfonía. El gusto por las mujeres, el vino y la música los unía tanto como los viejos códigos de la política.
Cortó la llamada. Tarareó a Betoven mientras se desabrochaba el cinturón y dejaba caer sobre sus tobillos el pantalón armani. Contempló, con pasión artística, la desnudez de la joven que enseguida le provocó una erección. Parecía utópico abrirle las piernas, pero al final lo consiguió. El tiempo es irrevocable, pensó al recordar una frase de algún escritor francés. Era imposible, estaba seca como papel de lija.
-Soy un hombre razonable, pero no voy a tolerar caprichos –dijo al untarse lubricante, luego se subió encima y realizó movimientos pélvicos rápidos y precisos.
- Te gusta eh, perra.
- …
Cuando terminó, observó detenidamente el rostro de la joven. Acarició la barbilla y disfrutó la textura del hematoma que se extendía hasta el nacimiento de los labios. La boca ligeramente abierta. Le hizo gracia el hueco que había dejado uno de los dientes superiores. Hizo avanzar la mano hacia la nariz, se cuidó de no derramar la sangre encerrada en un coágulo que se asomaba por una de las fosas nasales. La línea curva del tabique hasta la frente. Delineó ochos con el índice alrededor de los ojos morados.
-¿Así que te subes al carro de cualquier desconocido, eh puta?
Tomó de los cabellos la cabeza de la joven y le propinó puñetazos. Cuando le dolieron los nudillos, siguió empeñado en la cabeza, pero ahora contra la pared color marfil.
-Mierda –dijo cuando un mechón se desprendió del cuero cabelludo y no pudo seguir sujetándola.
Exhausto, se dejó caer sobre el sillón de piel. Betoven no lo miraba, pero estaba ahí, arrojando las notas por las bocinas del panasonic.
- Bueno, es una pena que tengas que irte –dijo el hombre en el momento en que se echaba el cuerpo de la joven al hombro- pero soy una persona importante y ya no puedo atenderte como se espera que lo haga un caballero.
Bajó las escaleras con algún trabajo, pensó que tenía que hacer ejercicio. Betoven, a lo lejos, seguía sonando. Puso el cuerpo sobre el suelo y abrió la puerta, luego lo arrastró hasta el jardín.
- El sol empieza a ocultarse. Ya no corremos buscando el agua, escapamos de la oscuridad que se está comiendo el bosque. Hay un precipicio. Tú tienes miedo. Yo te digo que confíes en mí, que hay que brincar…
El hombre dejó esperando a la joven y fue a la parte trasera del jardín; regresó con una pala. Empezó a cavar.
- No quieres hacerlo. Yo insisto en que tienes que confiar en mí. Retrocedemos un poco para tomar impulso, luego saltamos. Pero en el último momento te resistes y eso es imperdonable. Tal vez puedas sacar una lección. Tal vez… De todos modos, a donde llegues, mis mejores deseos son para ti.
La sangre y la tierra habían creado una mezcla que se escurría con el agua tibia de las manos y el rostro del hombre. Las figuras de peces en la cortina del baño y la música de Betoven le germinaron un ambiente marino en la mente. Apenas tenía tiempo para llegar a su cita. Escogió el mejor traje y se sintió alegre cuando vio su imagen impecable en el espejo. Fue hacia la habitación y apretó la tecla estop del panasonic, Betoven volvió a la tumba.
Tomó las llaves del cadilac 67 y salió a la calle. Volteó hacia la noche estrellada y le pareció que la luna estaba tan cerca de él que podía tocarla con sólo levantar el brazo.