viernes, julio 22, 2005

relato silencioso

El Silencio cruzó de lado a lado el largo pasillo que conducía al departamento de la rubia. Luego llamó a la puerta con sus gruesos nudillos, inflados a fuerza de tanto madrear gente. La rubia, confiada, sin echar antes un vistazo por la mirilla, abrió la puerta, después de todo ¿quién se atrevería a meterse con la mujer de Carlón, el más despiadado traficante de armas de la ciudad?
La rubia, apenas vio que era el Silencio quien tocaba, quiso cerrar la puerta, pero bastó que el enorme brazo del hombre se estirara para impedirlo. Sabía que no había nada que pudiera hacer, cuando Carlón envíaba al Silencio, el mejor de sus hombres, era porque el trabajo tenía que hacerse, sin excusas, un trabajo limpio, diría Carlón. La rubia pensó en su amante, en lo que habían hecho mal, y en cómo pudo haberse enterado Carlón, se arrepintió de todas las noches en que se escapaba por la puerta trasera, sin ser vista, creía ella, y esperaba, bajo un puente vehicular, a su amante, aquel hombre de bello rostro y pene curvo.
La rubia, sin embargo, tenía confianza ciega en sus pechos voluptuosos y erguidos, consecuencia de tanta silicona, y deslizó sensualmente los tirantes del vestido que se sostenían de los hombros. El silencio miró los pechos 34 D por unos segundos, se dio cuenta que esa era la manera más sensual en que alguien le suplicaba que le perdonara la vida. Y de no estar en horario de trabajo, el Silencio habría tenido una erección. Levantó la mano para acariciar esos impresionantes monumentos de carne y plástico, lo hacía torpemente, sin la menor intención de agradarla. Cuando la rubia cerró los ojos, fingiendo placer, el Silencio apretó con toda la fuerza que le daban sus 110 kilos de peso y tantas horas de gimnasio. El dolor que reflejaron las pupilas de la rubia fue el mejor placer, mucho más que el que hubiera podido darle el tocar cuidadosamente las curvas de ese cuerpo. El Silencio sabía que nadie más hubiera podido infligirle tal tormento. La rubia quiso librarse, pero era inútil. Se habría necesitado la fuerza de varios hombres, acostumbrados a una vida ruda, para abrir los dedos obesos del Silencio.
apretó
y
apretó.
El Silencio aventó los pedazos de carne que se habían quedado entre los dedos, hacia una fotografía que colgaba en la pared: la rubia, sonriente, con la torre Ifel de fondo. Luego sacó el cuchillo, tan afilado como el bisturí del más sanguinario de los cirujanos, e hizo un corte perfecto en el cuello de la rubia. Yugular, me gusta ese nombre, pensó el Silencio, yugular. Un chisguete de sangre, empapó rápidamente la alfombra persa, regalo de Carlón, como todo lo que había en el departamento. Un trabajo limpio, como todos los del Silencio.
El Silencio vio su reflejo en el espejo del comedor. Lucía impecable: casimir inglés gris oxford, sombrero de dik treici, una servilleta asomando por el bolsillo del saco, bigote recién recortado. Un hombre elegante, pensó el Silencio, luego salió a la calle, cuidando de no pisar la mancha de sangre, que se extendía ya por casi toda la alfombra.
Encendió el auto, un chevi 57 y disfrutó el sonido. El poder de la máquina, se dijo el Silencio. Le gustaba el ruido que provocaba el motor de un clásico. Metió un caset en la casetera e hizo correr la cinta oprimiendo un botón: un blus chillaba, llenando el ambiente de una importancia peliculesca. El silencio siempre se sentía como Alcapone cuando escuchaba bluses después de hacer un trabajo. En el espejo retrovisor se fijó que su sombrero estuviera acomodado, un poco a la derecha, como le gustaba, y aceleró, haciendo que el aire levantara las hojas de periódicos viejos tirados en la calle.

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