lunes, julio 11, 2005

arte cleptabunol a través del cinescopio

Cheko se sentía seguro con una cámara de video en las manos; soy inmortal, pensaba al escoger los encuadres para una escena. Le gustaba el color de la sangre y el sonido que hacía ésta al escurrirse por la coladera antes de coagular en el piso. Le gustaba el rojo porque era el color perfecto para salir de la rutina en un mundo en blanco y negro. Se veía a sí mismo como un artista y se consideraba portador de una sensibilidad distinta, incomprensible para la mayoría de sus contemporáneos. Yo soy el arte, había escrito alguna vez en el espejo de un baño en el palacio de bellas artes. Vivía como en una película, siempre, en todo momento.
Estacionó su automóvil en el enorme jardín de la mansión y tocó el timbre. El mayordomo abrió la puerta y lo condujo por pasillos largos y confusos. Aquella figura le recordó una película francesa en la que un mayordomo se orinaba cada vez que alguien tocaba la puerta. Sonrió. Llegaron a una habitación llena de objetos de arte que, a los ojos de Cheko, carecían de buen gusto. Al fondo, sentado sobre un mueble oscuro, se encontraba el ingeniero Ociel, un hombre con una panza de dimensiones obscenas que había ocupado puestos públicos en la década de los setenta y que, al retirarse de la política, se dedicó al robo de autos, narcotráfico y secuestro, actividades con las que se hizo inmensamente rico.
Cheko ya no quería venderle sus cintas porque pensaba que un hombre como aquel no podía entender el arte, y menos el suyo. Cheko se sentía obligado, sin embargo, porque el ingeniero había financiado sus primeras cintas y, además, le había hablado de las ventajas del cleptabunol, tan usado por el gobierno mexicano durante la guerra sucia.
Desde un equipo de alta fidelidad se escuchaba un narcocorrido. El ingeniero Ociel llevaba el ritmo del acordeón con el pie, mientras una morena, en cuclillas, le acariciaba la enorme barriga con las manos y mamaba el pequeño miembro que se asomaba tímidamente entre las piernas. Detrás dos guaruras custodiaban.
-¿Entiendes de arte, puta? ¿Verdad que no? ¿Entonces? Lárgate –dijo el ingeniero a la morena cuando vio entrar a Cheko. Ella obedeció.
-¿Ustedes qué, cabrones? A chingar a su madre también –dijo también a los guaruras.
El ingeniero Ociel soltó una de esas carcajadas que a Cheko tanto molestaban. Acomodó el pene, flácido en el interior del calzón, luego abrochó el pantalón con la gorda hebilla del cinto.
-Siéntate, Cheko ¿qué te tomas?
-Gracias, ingeniero, pero tengo prisa.
-Sabes que no me gusta beber solo, Cheko.
-Me disgusta parecer descortés, pero en verdad debo irme. Quedé en recoger a una mujer en el aeropuerto.
-¿La siguiente actriz? –preguntó el Ingeniero Ociel, mientras guiñaba un ojo.
-Of course.
-Pero no me negarás el gusto de sentarte a mi lado ¿Verdad?
-Por supuesto que no, ingeniero.
-¿Y qué me traes ahora?
-Es mi mejor creación. Pensé en no venderla.
-¿De qué se trata?
-El arte requiere del misterio.
-Ya veo. ¿Cuánto vale?
-Dos millones.
-No me vengas con chingaderas, Cheko, es mucho dinero, te doy uno.
-Lo siento, pero no hay trato –dijo Cheko, levantándose del asiento, pero el Ingeniero Ociel lo detuvo.
-Me gusta tu arte, Cheko. Eres grande, en verdad, pero no abuses.
Luego una mirada de reconocimiento. Miradas de quienes pretenden cerrar un negocio tratando de ganar lo más ofreciendo lo menos.
El Ingeniero Ociel, se carcajeó. Cheko observó un hollejo de frijol en uno de los dientes.
-Me gusta tu estilo. Te digo que eres grande, muy grande. Te voy a dar dos milloncitos por tu película, pero quiero que me hagas otro trabajito.
-¿De qué se trata? –preguntó Cheko. Quería largarse de ahí.
-El arte requiere del misterio, ¿cierto? –dijo el Ingeniero Ociel. Se quitó el hollejo del diente con la lengua, lo masticó y se lo pasó por la garganta.
–Ya lo verás después, ya lo verás.

Eva era una mujer argentina, alta, rubia, que Cheko contactó por internet, como todas las demás. Él le había dicho que era director de cine independiente, que era seguidor incondicional del arte de Strausler. Ella le dijo que sentía enorme admiración por la cultura mexicana. Se enviaron correos electrónicos durante un par de meses y ahora iban a verse porque él le ofreció la casa para pasar el tiempo que quisiera.
Al verla caminar por la sala de llegadas internacionales, Cheko pensó en cuáles serían los encuadres y acercamientos que mejor le vendrían a su tipo de piel, textura y los rasgos de su rostro. Vestía una minifalda roja, blusa blanca y sandalias del mismo color.
-Esto es México, bienvenida – le dijo extendiendo los brazos para apretarla casi con ternura a su cuerpo.
Cheko condujo en silencio mientras veía las lámparas del paseo de la reforma, pequeñas luces brillando en la oscuridad, como luciérnagas.
-¿A dónde me vas a llevar mexicanito? Estoy muerta. Colas interminables en Buenos Aires para tomar un vuelo.
-Conocerás mi estudio de grabación.
-Qué hermoso edificio que es ese –se refería a la bolsa mexicana de valores. La punta del rascacielos apuntando al firmamento como un falo.
Cheko imaginó que un automóvil frente a ellos, con una cámara instalada en la parte trasera, seguía los gestos de uno y otro. Sonrió. Era un artista.
Llegaron a la casa, ubicada en una zona residencial para la clase alta. Cada propiedad estaba muy separada de la otra. Cheko la había comprado pensando que era el mejor lugar para realizar su trabajo.
-¿Y en dónde tenés tu equipo?
-Ya lo verás ¿tequila?
-Jamás pensé que a un director de cine le fuera tan bien en este país –dijo Eva al sentir la comodidad de los muebles de piel y al ver los finos acabados de las paredes.
-¿Quieres escuchar algo en especial? –preguntó Cheko desde la cocina, preparando la inyección de cleptabunol.
-¿Podés poner música de mariachi?
-¿Por qué no la pones tú misma? Los discos están en el mueble, debajo del modular.
Eva buscaba el disco, esperaba encontrar alguno de José Alfredo Jiménez.
-¿Y no te gustaría salir en alguna de mis películas? –preguntó Cheko, que casi estaba listo.
-Sabés bien que no soy actriz, lo mío es escribir.
-Creo que deberías intentarlo, la cámara te va bien –le dijo Cheko acercándose y sosteniendo con la mano derecha una cámara de video que puso muy cerca del rostro de Eva; en la izquierda el cleptabunol.
-No lo hagas, me intimidas –dijo Eva tapándose la cara con las manos, luego sintió el piquete en el cuello.
-¿Pero qué hacés, pelotudo? –dijo levantándose.
-Tranquila, te relajará.
-La puta que te parió, ¿que me hiciste? –Eva tiraba los discos, pateaba los muebles, se caía al suelo.
-Eso, así el cleptabunol se extenderá rápido. Estás cooperando mucho.
Para Eva las cosas se hacían grandes, luego pequeñas. Se sentía débil. Recordó la avenida 9 de julio en Buenos Aires.
-¿Lo ves? Te dije que te iba a relajar. Para entrar a mi estudio se necesita un estado hipnótico. Eres afortunada.
La tomó de los cabellos y la hizo subir con cuidado por la escalera. Luego un pasillo cuyas paredes estaban adornadas con reproducciones de Karl Hofer. El estudio era un cuarto grande con las paredes pintadas de blanco y un sillón negro al centro. Frente al sillón un televisor de 29 pulgadas. Cámaras dispuestas por lugares estratégicos. Sobre el mueble estaba una maleta con los aparatos de trabajo. En el piso, una coladera. Más allá un aparato de sonido cuyas bocinas se distribuían a lo largo y ancho de la habitación.
-¿Qué sería del cine sin la música? Le faltaría un brazo o una pierna. Incompleto, mutilado estaría el cine –dijo Cheko dirigiéndose al aparato de sonido, la voz de Gardel apareció una vez que el disco compacto empezó a girar en el interior del aparato. Luego ajustó la cámara que más le interesaba, colocada en un tripie. El cleptabunol seguía actuando en el cuerpo de Eva, que no podía articular palabras, apenas salían de sus labios sonidos propios de tarados o recién nacidos. Se dejaba conducir. Cheko la sentó con las piernas abiertas y le bajó la ropa interior hasta las pantorrillas. Eva quería cerrar las piernas, golpear con el codo la nuca de Cheko y salir corriendo. Quería hacerlo, pero el cleptabunol.
Dolor cuando el martillo caía con fuerza sobre sus articulaciones. Dolor cuando el taladro destrozaba sus dientes, cuando el filo del bisturí le dejó en carne viva las plantas de los pies y el tubo caliente en su vagina, y el ácido en las corneas, y las uñas desprendidas.
Ahora eres inmortal, fue lo último que escuchó Eva. Luego el golpe en la cabeza. Fue todo. Gardel y Cheko quedaron en la habitación, solos. La sangre se escurría por la coladera.

Cheko estaba ahí y no entendía por qué. La calle estaba oscura y llovía. Un par de horas atrás observaba, acostado en el sillón de la sala, una película de Takeshi; el sonido estereofónico de las bocinas, conectadas al televisor, hacían retumbar las columnas de la casa en cada balacera o persecución en la ciudad de Tokio. Luego sonó el teléfono.
No debía estar ahí, observando las gotas escurrirse en el parabrisas en una calle desolada y oscura. No sabía por qué había contestado el teléfono siquiera.
-Cheko, ya te tengo el trabajito –había escuchado apenas al levantar el auricular. Aquella voz de mierda del ingeniero Ociel.
-Es una puta que levanté hace algún tiempo. Quiero que ella aparezca en la próxima cinta –todavía rebotaban en sus canales auditivos las palabras de ese gordo hijo de puta.
Algo no andaba bien. En toda esa agua despeñándose desde el jodido cielo negro, algo no andaba bien. Pero no quería tener problemas con el ingeniero. Además, la paga era buena. Y después de todo sólo era un favor. Eso, sí, un favor. No había más que hacerlo rápido, sin excusas. Pensaba esto cuando tocaron la ventanilla de su automóvil. Era una mujer con facha de puta, era ella, sin duda. La próxima actriz.
El agua de la lluvia seguía resbalándose por el parabrisas, miles de gotas escurriendo frente a sus ojos, como langostas que le impedían ver las líneas divisorias en el asfalto de la carretera. Así que había que manejar despacio. A Cheko no le gustaba la lluvia, no iba bien con la película que era su vida. No, no estaba bien la lluvia. Le abrió la puerta y ella subió. Cheko no se percató que un auto les seguía el paso, pegado a ellos como sanguijuela.
Apenas se estacionó Cheko cuando un tubazo destrozó la ventanilla de su puerta. Luego unos brazos lo tomaron de la camisa y lo hicieron salir bruscamente. Cayó al suelo bocabajo y al darse la vuelta vio, por un segundo apenas, a través del parabrisas del automóvil que los seguía, la figura obesa del ingeniero Ociel. Luego una gota desde el cielo, como un dardo, se le incrustó en el ojo.
Entonces sintió un piquete en una vértebra. Pensó en el gordo Ociel, en el cleptabunol, en la puta y en lo estúpido que era.

El cuarto le parecía extraño. Nunca había estado con tantas personas ahí dentro. Su cuerpo descansaba en el sillón. Veía a la puta abrazar al Ingeniero Ociel, escoltado por los eternos guaruras.
-Perdonarás, Cheko, que te trate de esta manera. No es nada personal. Y perdonarás el misterio. Pero sabes bien que sin misterio el arte no existe. Me gusta tu trabajo, en verdad. Uno no puede estar pasivo frente a lo que haces. Soy tu aprendiz Checo. Esperemos que con el tiempo pueda superar al maestro. Tal vez.
El ingeniero sostenía un martillo con la mano izquierda, comprobaba que el peso fuera el bastante.
-Imagina qué apreciada será esta cinta. Valdrá millones, Cheko, millones. Pero no quiero decir con esto que lo hago por dinero, no, por dios. Esto es también un homenaje. Verás en la pantalla tu propia muerte. Un regalazo cabrón, un regalazo.
Cheko imaginó la escena desde arriba, le habría gustado que el cleptabunol no le impidiera hablar. Habría sugerido colocar una cámara en el techo que hiciera movimientos oscilatorios. Pero no, el ingeniero Ociel era poderoso y tenía el mando: puso música de los tigres del norte y Cheko sintió el martillazo en el dedo índice. Luego escuchó la risa del gordo Ociel, combinada con el acordeón que llevaba el ritmo de su vida y la última de sus cintas.

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