miércoles, julio 20, 2005

chaparritas retro

Enciendo el televisor, como todas las tardes, y un hombre vestido de mujer baila en el monitor. Su rostro cirugiado me trae recuerdos que creía perdidos en el tiempo: era 1982, el presidente de la nación lloraba como un niño en el congreso de la unión porque no había podido defender la moneda como un perro. Si me esfuerzo un poco aún puedo ver el rostro compungido y los pucheros presidenciales. También recuerdo el sonido que hacía la máquina embotelladora a unos diez metros de donde yo desempeñaba mis labores diarias: revisar cada una de las botellas de chaparrita de la ciudad. Era una plaza recién abierta, necesaria debido a la gran cantidad de quejas que recibía la empresa. Se llegó a hablar de alambres y hasta dedos flotando en las chaparritas. Esa era mi labor desde 1978.
Aquella tarde salí de trabajar y no quería hacer lo de siempre: Llegar a casa, en la portales, prender la tele y reír un poco con el humor de los polivoces. Necesitaba algo nuevo. Así que conduje mi volksvaguen del 75 hacia donde me llevara el ritmo de la ciudad. Vagué por alrededor de una hora, la tarde empezaba a caer. Me detuve cuando vi un enorme anuncio luminoso que se prendía y apagaba: “B R LA TIRANA” podía leerse a cientos de metros de distancia.
Entré. Algunos hombres bebían. La mayoría de ellos tenía una facha de vaquero. Me sentí un forajido del viejo oeste, entrando a una cantina para ver quién podía retarme a un juego de pokar o a un duelo a muerte al ponerse el sol, veinte pasos de por medio. La televisión estaba prendida y sintonizada en el informe. El congreso se paraba a aplaudir cada que el presidente interrumpía su discurso. Podían incluso escucharse algunos bravos o vivas. Un hombre, sentado a una mesa, se levantó con la cerveza en la mano y cambió de canal. Pero todos los canales tenían la misma programación.
Me senté a la mesa más apartada y pedí una cuba libre. La bebía con pequeños sorbos. Mientras observaba un lunar en la frente presidencial. Me pareció absurdo que un hombre con un lunar como ese pudiera haber llegado tan lejos. El mundo es injusto, me dije, yo no tengo un lunar tan repugnante y, sin embargo, tengo que dedicar mi existencia a revisar refrescos para niños.
En esto estaba cuando una voz afeminada preguntó:
-¿Puedo sentarme?
El imbécil quería que la gente creyera que era una mujer sólo porque se vestía como una de ellas. Tenía un par de tetas enormes dentro del escote de un vestido entallado.
-Con tal de que no me molestes puedes hacer lo que quieras.
Seguí bebiendo, concentrado en la leyenda del vaso: “Bar la tirana: 35 años de servicio nos avalan”. Me llegaba el sonido de un hombre que juraba que México no volvería a ser saqueado.
Entonces el mayate, a mi lado, dijo:
-Ese cabrón ya nos saqueó. ¿Cómo espera que le creamos que el que viene no lo volverá a hacer?
-Escucha, la política no me interesa. Y preferiría que estuvieras callado.
-Pues debería de interesarte. Por eso estamos como estamos. La gente está empinada y el gobierno nos coge como quiere.
Imaginé la botella de una chaparrita ensartada en el culo de aquel hombre en zapatillas.
-Tienes razón –le dije- todos debemos salir a la calle vestidos de mujer y hacer una revolución.
-Eres un hijo de la chingada –gritó.
No vi en qué momento se quitó la zapatilla, pero alcancé a esquivar el golpe. Con el intento perdió un poco el equilibrio y aproveché para darle con la zurda en el mentón. Cayó de nalgas. Debió haberse roto por lo menos una uña, tal vez se le corrió la media.
De inmediato se acercaron dos cantineros. Uno de ellos, el más corpulento, me dijo en tono serio, muy parecido al del señor presidente en el congreso:
-Este es un lugar decente, señor, así que le vamos a pedir que se retire.
-Sí, largo –dijo una voz detrás de mí.
-Hijo de la chingada –dijo el puto en el suelo.
-No quería problemas, pero intentó tocarme –dije, sin saber por qué, señalando al invertido en el suelo.
-Francis es un cliente asiduo y nunca se ha metido en líos. Lárguese o llamaremos a la policía –dijo el cantinero corpulento.
Varios hombres se levantaron y se acercaron. No era bienvenido, así que salí del Bar la tirana, prendí mi volksvaguen y conduje recordando el mentón de Francis. Me habría gustado patearlo en el suelo. Me pregunté por qué no lo había hecho.
Llegué a casa y encendí el televisor, comprado a plazos en k2. El informe presidencial había concluido y el humor de los polivoces me hizo sentir bien: Juan Garrison estaba a punto de morder una torta.

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