Estoy lejos de ser un poeta, pero intenté un poema.
Yo soy la balsa abandonada
el náufrago de madera inservible
podrida.
Yo el inútil remo
la rota vela.
Tú el mar infranqueable y sus sinónimos
tú la marejada honda
y el viento voraz
tú el mar, Maritza.
Yo los desechos marinos
en la orilla de una isla sin nadie.
Tú el mar, Maritza.
El mar azul.
jueves, julio 28, 2005
viernes, julio 22, 2005
relato silencioso
El Silencio cruzó de lado a lado el largo pasillo que conducía al departamento de la rubia. Luego llamó a la puerta con sus gruesos nudillos, inflados a fuerza de tanto madrear gente. La rubia, confiada, sin echar antes un vistazo por la mirilla, abrió la puerta, después de todo ¿quién se atrevería a meterse con la mujer de Carlón, el más despiadado traficante de armas de la ciudad?
La rubia, apenas vio que era el Silencio quien tocaba, quiso cerrar la puerta, pero bastó que el enorme brazo del hombre se estirara para impedirlo. Sabía que no había nada que pudiera hacer, cuando Carlón envíaba al Silencio, el mejor de sus hombres, era porque el trabajo tenía que hacerse, sin excusas, un trabajo limpio, diría Carlón. La rubia pensó en su amante, en lo que habían hecho mal, y en cómo pudo haberse enterado Carlón, se arrepintió de todas las noches en que se escapaba por la puerta trasera, sin ser vista, creía ella, y esperaba, bajo un puente vehicular, a su amante, aquel hombre de bello rostro y pene curvo.
La rubia, sin embargo, tenía confianza ciega en sus pechos voluptuosos y erguidos, consecuencia de tanta silicona, y deslizó sensualmente los tirantes del vestido que se sostenían de los hombros. El silencio miró los pechos 34 D por unos segundos, se dio cuenta que esa era la manera más sensual en que alguien le suplicaba que le perdonara la vida. Y de no estar en horario de trabajo, el Silencio habría tenido una erección. Levantó la mano para acariciar esos impresionantes monumentos de carne y plástico, lo hacía torpemente, sin la menor intención de agradarla. Cuando la rubia cerró los ojos, fingiendo placer, el Silencio apretó con toda la fuerza que le daban sus 110 kilos de peso y tantas horas de gimnasio. El dolor que reflejaron las pupilas de la rubia fue el mejor placer, mucho más que el que hubiera podido darle el tocar cuidadosamente las curvas de ese cuerpo. El Silencio sabía que nadie más hubiera podido infligirle tal tormento. La rubia quiso librarse, pero era inútil. Se habría necesitado la fuerza de varios hombres, acostumbrados a una vida ruda, para abrir los dedos obesos del Silencio.
apretó
y
apretó.
El Silencio aventó los pedazos de carne que se habían quedado entre los dedos, hacia una fotografía que colgaba en la pared: la rubia, sonriente, con la torre Ifel de fondo. Luego sacó el cuchillo, tan afilado como el bisturí del más sanguinario de los cirujanos, e hizo un corte perfecto en el cuello de la rubia. Yugular, me gusta ese nombre, pensó el Silencio, yugular. Un chisguete de sangre, empapó rápidamente la alfombra persa, regalo de Carlón, como todo lo que había en el departamento. Un trabajo limpio, como todos los del Silencio.
El Silencio vio su reflejo en el espejo del comedor. Lucía impecable: casimir inglés gris oxford, sombrero de dik treici, una servilleta asomando por el bolsillo del saco, bigote recién recortado. Un hombre elegante, pensó el Silencio, luego salió a la calle, cuidando de no pisar la mancha de sangre, que se extendía ya por casi toda la alfombra.
Encendió el auto, un chevi 57 y disfrutó el sonido. El poder de la máquina, se dijo el Silencio. Le gustaba el ruido que provocaba el motor de un clásico. Metió un caset en la casetera e hizo correr la cinta oprimiendo un botón: un blus chillaba, llenando el ambiente de una importancia peliculesca. El silencio siempre se sentía como Alcapone cuando escuchaba bluses después de hacer un trabajo. En el espejo retrovisor se fijó que su sombrero estuviera acomodado, un poco a la derecha, como le gustaba, y aceleró, haciendo que el aire levantara las hojas de periódicos viejos tirados en la calle.
La rubia, apenas vio que era el Silencio quien tocaba, quiso cerrar la puerta, pero bastó que el enorme brazo del hombre se estirara para impedirlo. Sabía que no había nada que pudiera hacer, cuando Carlón envíaba al Silencio, el mejor de sus hombres, era porque el trabajo tenía que hacerse, sin excusas, un trabajo limpio, diría Carlón. La rubia pensó en su amante, en lo que habían hecho mal, y en cómo pudo haberse enterado Carlón, se arrepintió de todas las noches en que se escapaba por la puerta trasera, sin ser vista, creía ella, y esperaba, bajo un puente vehicular, a su amante, aquel hombre de bello rostro y pene curvo.
La rubia, sin embargo, tenía confianza ciega en sus pechos voluptuosos y erguidos, consecuencia de tanta silicona, y deslizó sensualmente los tirantes del vestido que se sostenían de los hombros. El silencio miró los pechos 34 D por unos segundos, se dio cuenta que esa era la manera más sensual en que alguien le suplicaba que le perdonara la vida. Y de no estar en horario de trabajo, el Silencio habría tenido una erección. Levantó la mano para acariciar esos impresionantes monumentos de carne y plástico, lo hacía torpemente, sin la menor intención de agradarla. Cuando la rubia cerró los ojos, fingiendo placer, el Silencio apretó con toda la fuerza que le daban sus 110 kilos de peso y tantas horas de gimnasio. El dolor que reflejaron las pupilas de la rubia fue el mejor placer, mucho más que el que hubiera podido darle el tocar cuidadosamente las curvas de ese cuerpo. El Silencio sabía que nadie más hubiera podido infligirle tal tormento. La rubia quiso librarse, pero era inútil. Se habría necesitado la fuerza de varios hombres, acostumbrados a una vida ruda, para abrir los dedos obesos del Silencio.
apretó
y
apretó.
El Silencio aventó los pedazos de carne que se habían quedado entre los dedos, hacia una fotografía que colgaba en la pared: la rubia, sonriente, con la torre Ifel de fondo. Luego sacó el cuchillo, tan afilado como el bisturí del más sanguinario de los cirujanos, e hizo un corte perfecto en el cuello de la rubia. Yugular, me gusta ese nombre, pensó el Silencio, yugular. Un chisguete de sangre, empapó rápidamente la alfombra persa, regalo de Carlón, como todo lo que había en el departamento. Un trabajo limpio, como todos los del Silencio.
El Silencio vio su reflejo en el espejo del comedor. Lucía impecable: casimir inglés gris oxford, sombrero de dik treici, una servilleta asomando por el bolsillo del saco, bigote recién recortado. Un hombre elegante, pensó el Silencio, luego salió a la calle, cuidando de no pisar la mancha de sangre, que se extendía ya por casi toda la alfombra.
Encendió el auto, un chevi 57 y disfrutó el sonido. El poder de la máquina, se dijo el Silencio. Le gustaba el ruido que provocaba el motor de un clásico. Metió un caset en la casetera e hizo correr la cinta oprimiendo un botón: un blus chillaba, llenando el ambiente de una importancia peliculesca. El silencio siempre se sentía como Alcapone cuando escuchaba bluses después de hacer un trabajo. En el espejo retrovisor se fijó que su sombrero estuviera acomodado, un poco a la derecha, como le gustaba, y aceleró, haciendo que el aire levantara las hojas de periódicos viejos tirados en la calle.
miércoles, julio 20, 2005
chaparritas retro
Enciendo el televisor, como todas las tardes, y un hombre vestido de mujer baila en el monitor. Su rostro cirugiado me trae recuerdos que creía perdidos en el tiempo: era 1982, el presidente de la nación lloraba como un niño en el congreso de la unión porque no había podido defender la moneda como un perro. Si me esfuerzo un poco aún puedo ver el rostro compungido y los pucheros presidenciales. También recuerdo el sonido que hacía la máquina embotelladora a unos diez metros de donde yo desempeñaba mis labores diarias: revisar cada una de las botellas de chaparrita de la ciudad. Era una plaza recién abierta, necesaria debido a la gran cantidad de quejas que recibía la empresa. Se llegó a hablar de alambres y hasta dedos flotando en las chaparritas. Esa era mi labor desde 1978.
Aquella tarde salí de trabajar y no quería hacer lo de siempre: Llegar a casa, en la portales, prender la tele y reír un poco con el humor de los polivoces. Necesitaba algo nuevo. Así que conduje mi volksvaguen del 75 hacia donde me llevara el ritmo de la ciudad. Vagué por alrededor de una hora, la tarde empezaba a caer. Me detuve cuando vi un enorme anuncio luminoso que se prendía y apagaba: “B R LA TIRANA” podía leerse a cientos de metros de distancia.
Entré. Algunos hombres bebían. La mayoría de ellos tenía una facha de vaquero. Me sentí un forajido del viejo oeste, entrando a una cantina para ver quién podía retarme a un juego de pokar o a un duelo a muerte al ponerse el sol, veinte pasos de por medio. La televisión estaba prendida y sintonizada en el informe. El congreso se paraba a aplaudir cada que el presidente interrumpía su discurso. Podían incluso escucharse algunos bravos o vivas. Un hombre, sentado a una mesa, se levantó con la cerveza en la mano y cambió de canal. Pero todos los canales tenían la misma programación.
Me senté a la mesa más apartada y pedí una cuba libre. La bebía con pequeños sorbos. Mientras observaba un lunar en la frente presidencial. Me pareció absurdo que un hombre con un lunar como ese pudiera haber llegado tan lejos. El mundo es injusto, me dije, yo no tengo un lunar tan repugnante y, sin embargo, tengo que dedicar mi existencia a revisar refrescos para niños.
En esto estaba cuando una voz afeminada preguntó:
-¿Puedo sentarme?
El imbécil quería que la gente creyera que era una mujer sólo porque se vestía como una de ellas. Tenía un par de tetas enormes dentro del escote de un vestido entallado.
-Con tal de que no me molestes puedes hacer lo que quieras.
Seguí bebiendo, concentrado en la leyenda del vaso: “Bar la tirana: 35 años de servicio nos avalan”. Me llegaba el sonido de un hombre que juraba que México no volvería a ser saqueado.
Entonces el mayate, a mi lado, dijo:
-Ese cabrón ya nos saqueó. ¿Cómo espera que le creamos que el que viene no lo volverá a hacer?
-Escucha, la política no me interesa. Y preferiría que estuvieras callado.
-Pues debería de interesarte. Por eso estamos como estamos. La gente está empinada y el gobierno nos coge como quiere.
Imaginé la botella de una chaparrita ensartada en el culo de aquel hombre en zapatillas.
-Tienes razón –le dije- todos debemos salir a la calle vestidos de mujer y hacer una revolución.
-Eres un hijo de la chingada –gritó.
No vi en qué momento se quitó la zapatilla, pero alcancé a esquivar el golpe. Con el intento perdió un poco el equilibrio y aproveché para darle con la zurda en el mentón. Cayó de nalgas. Debió haberse roto por lo menos una uña, tal vez se le corrió la media.
De inmediato se acercaron dos cantineros. Uno de ellos, el más corpulento, me dijo en tono serio, muy parecido al del señor presidente en el congreso:
-Este es un lugar decente, señor, así que le vamos a pedir que se retire.
-Sí, largo –dijo una voz detrás de mí.
-Hijo de la chingada –dijo el puto en el suelo.
-No quería problemas, pero intentó tocarme –dije, sin saber por qué, señalando al invertido en el suelo.
-Francis es un cliente asiduo y nunca se ha metido en líos. Lárguese o llamaremos a la policía –dijo el cantinero corpulento.
Varios hombres se levantaron y se acercaron. No era bienvenido, así que salí del Bar la tirana, prendí mi volksvaguen y conduje recordando el mentón de Francis. Me habría gustado patearlo en el suelo. Me pregunté por qué no lo había hecho.
Llegué a casa y encendí el televisor, comprado a plazos en k2. El informe presidencial había concluido y el humor de los polivoces me hizo sentir bien: Juan Garrison estaba a punto de morder una torta.
Aquella tarde salí de trabajar y no quería hacer lo de siempre: Llegar a casa, en la portales, prender la tele y reír un poco con el humor de los polivoces. Necesitaba algo nuevo. Así que conduje mi volksvaguen del 75 hacia donde me llevara el ritmo de la ciudad. Vagué por alrededor de una hora, la tarde empezaba a caer. Me detuve cuando vi un enorme anuncio luminoso que se prendía y apagaba: “B R LA TIRANA” podía leerse a cientos de metros de distancia.
Entré. Algunos hombres bebían. La mayoría de ellos tenía una facha de vaquero. Me sentí un forajido del viejo oeste, entrando a una cantina para ver quién podía retarme a un juego de pokar o a un duelo a muerte al ponerse el sol, veinte pasos de por medio. La televisión estaba prendida y sintonizada en el informe. El congreso se paraba a aplaudir cada que el presidente interrumpía su discurso. Podían incluso escucharse algunos bravos o vivas. Un hombre, sentado a una mesa, se levantó con la cerveza en la mano y cambió de canal. Pero todos los canales tenían la misma programación.
Me senté a la mesa más apartada y pedí una cuba libre. La bebía con pequeños sorbos. Mientras observaba un lunar en la frente presidencial. Me pareció absurdo que un hombre con un lunar como ese pudiera haber llegado tan lejos. El mundo es injusto, me dije, yo no tengo un lunar tan repugnante y, sin embargo, tengo que dedicar mi existencia a revisar refrescos para niños.
En esto estaba cuando una voz afeminada preguntó:
-¿Puedo sentarme?
El imbécil quería que la gente creyera que era una mujer sólo porque se vestía como una de ellas. Tenía un par de tetas enormes dentro del escote de un vestido entallado.
-Con tal de que no me molestes puedes hacer lo que quieras.
Seguí bebiendo, concentrado en la leyenda del vaso: “Bar la tirana: 35 años de servicio nos avalan”. Me llegaba el sonido de un hombre que juraba que México no volvería a ser saqueado.
Entonces el mayate, a mi lado, dijo:
-Ese cabrón ya nos saqueó. ¿Cómo espera que le creamos que el que viene no lo volverá a hacer?
-Escucha, la política no me interesa. Y preferiría que estuvieras callado.
-Pues debería de interesarte. Por eso estamos como estamos. La gente está empinada y el gobierno nos coge como quiere.
Imaginé la botella de una chaparrita ensartada en el culo de aquel hombre en zapatillas.
-Tienes razón –le dije- todos debemos salir a la calle vestidos de mujer y hacer una revolución.
-Eres un hijo de la chingada –gritó.
No vi en qué momento se quitó la zapatilla, pero alcancé a esquivar el golpe. Con el intento perdió un poco el equilibrio y aproveché para darle con la zurda en el mentón. Cayó de nalgas. Debió haberse roto por lo menos una uña, tal vez se le corrió la media.
De inmediato se acercaron dos cantineros. Uno de ellos, el más corpulento, me dijo en tono serio, muy parecido al del señor presidente en el congreso:
-Este es un lugar decente, señor, así que le vamos a pedir que se retire.
-Sí, largo –dijo una voz detrás de mí.
-Hijo de la chingada –dijo el puto en el suelo.
-No quería problemas, pero intentó tocarme –dije, sin saber por qué, señalando al invertido en el suelo.
-Francis es un cliente asiduo y nunca se ha metido en líos. Lárguese o llamaremos a la policía –dijo el cantinero corpulento.
Varios hombres se levantaron y se acercaron. No era bienvenido, así que salí del Bar la tirana, prendí mi volksvaguen y conduje recordando el mentón de Francis. Me habría gustado patearlo en el suelo. Me pregunté por qué no lo había hecho.
Llegué a casa y encendí el televisor, comprado a plazos en k2. El informe presidencial había concluido y el humor de los polivoces me hizo sentir bien: Juan Garrison estaba a punto de morder una torta.
domingo, julio 17, 2005
circular
Estar coincidir sonreír pasear comunicar reír acariciar descubrir recorrer seducir complementar amar unir embarazar
Profundizar parir frecuentar convivir raspar erosionar sobrevivir habituar trabajar asear ordenar reprochar ignorar mantener esconder mentir engañar
Gritar amenazar pelear ausentar divorciar litigar repartir custodiar pensionar liberar
Esperar transcurrir florecer asolear deshojar enfriar
Estar coincidir sonreír pasear
Profundizar parir frecuentar convivir raspar erosionar sobrevivir habituar trabajar asear ordenar reprochar ignorar mantener esconder mentir engañar
Gritar amenazar pelear ausentar divorciar litigar repartir custodiar pensionar liberar
Esperar transcurrir florecer asolear deshojar enfriar
Estar coincidir sonreír pasear
viernes, julio 15, 2005
te amo al cubo
El sol despuntaba en lo alto, pero sus rayos no quemaban la piel, y se dejaba sentir una brisa refrescante en la ciudad. Era un buen día, pero una nube que se acercaba desde el oriente acaso presagiara tormenta.
-Te amo –dijo él.
Luego pasó su mano por la cabeza.
En la otra acera un anciano se echaba un bulto sobre la espalda. El semáforo cambió al color verde y los automóviles se pusieron en marcha. Cláxones, gente. Una ambulancia se abrió paso a toda prisa con la sirena.
-No…
-No qué –interrumpió él.
Alguien, detrás de él, mencionó algo sobre el tiempo con una voz aguda.
-No hagas las cosas más difíciles –completó ella.
-Te amo te amo te amo.
Ella observaba las gotas de la lluvia escurrirse por la ventana empañada, detrás, una pequeña calle que salía a los campos elíseos. Paredes adornadas con reproducciones de Gustave Moureau. Un departamento en un segundo piso de una ciudad europea.
El auricular le pareció una cosa extraña pegada a la oreja.
-Tienes que entender.
En la calle, aguijoneada por la lluvia, un hombre apresuraba a una mujer mientras metía maletas en un fiat de color blanco. Dentro del automóvil, una niña la observó y se despidió con la mano, luego el fiat arrancó y se perdió de vista. Tuvo deseos de salir a mojarse. Deseó que su vida fuera un cielo de inofensivas gotas frías. Luego la voz vibrándole el yunque y el martillo en el interior del oído.
-¿Entender qué? Dime qué debo entender. Explícame.
En la acera, llena de puestos ambulantes, un hombre perseguía con la escoba un papel que el viento iba alejando.
-No me levantes la voz –dijo ella.
Él la imaginó frente a la torre Eiffel, recostada sobre el pasto y leyendo a Baudelaire, en francés, naturalmente. Le distrajo el ladrido amenazante de un perro que no quería perder su alimento entre desperdicios humanos, a unos metros de él.
-La distancia… es la distancia –continúo ella en voz baja, con la visión de un ebrio que quería leer de un papel, valiéndose de la luz del alumbrado público. En las escaleras, fuera del departamento, alguien tarareaba una canción. Dibujó un árbol con el dedo en la parte más alta de la ventana empañada, el follaje era una línea que semejaba un cable telefónico, una línea que era follaje y tronco indefinidamente.
-Al carajo la distancia, te voy a decir lo que sucede: no has podido mantener las piernas cerradas entre tanto francés y desde el remordimiento hablas de la chingada distancia.
Ella veía cómo la lluvia arreció. Miró el auricular entre sus manos. Cómo es que el sonido puede entrar y salir por este aparato, se preguntó. Luego colgó.
Escuchó el sonido intermitente de la línea sin nadie. El paso fugaz de un trailer por el eje vial hizo cimbrar el suelo y todo lo que estaba encima de él.
Salió a la calle, galones de agua en el aire, en las banquetas y todas partes. Agua que se iba por las coladeras, que se despeñaba por las gárgolas de las catedrales góticas. Del cielo negro, el agua. Hacía frió y qué importaba.
Vio una sonrisa infantil y estúpida sobre los hombros de un adulto. El color rojo del semáforo cedía el paso a los peatones. Cruzó el eje vial. Automovilistas impacientes deseaban sumir el pedal del acelerador. La luz del sol, reflejado en un parabrisas, le deslumbró. Entre gente anónima que caminaba a su lado, deseó gritar hijos de puta. No lo hizo y se perdió en las escaleras del subterráneo.
-Te amo –dijo él.
Luego pasó su mano por la cabeza.
En la otra acera un anciano se echaba un bulto sobre la espalda. El semáforo cambió al color verde y los automóviles se pusieron en marcha. Cláxones, gente. Una ambulancia se abrió paso a toda prisa con la sirena.
-No…
-No qué –interrumpió él.
Alguien, detrás de él, mencionó algo sobre el tiempo con una voz aguda.
-No hagas las cosas más difíciles –completó ella.
-Te amo te amo te amo.
Ella observaba las gotas de la lluvia escurrirse por la ventana empañada, detrás, una pequeña calle que salía a los campos elíseos. Paredes adornadas con reproducciones de Gustave Moureau. Un departamento en un segundo piso de una ciudad europea.
El auricular le pareció una cosa extraña pegada a la oreja.
-Tienes que entender.
En la calle, aguijoneada por la lluvia, un hombre apresuraba a una mujer mientras metía maletas en un fiat de color blanco. Dentro del automóvil, una niña la observó y se despidió con la mano, luego el fiat arrancó y se perdió de vista. Tuvo deseos de salir a mojarse. Deseó que su vida fuera un cielo de inofensivas gotas frías. Luego la voz vibrándole el yunque y el martillo en el interior del oído.
-¿Entender qué? Dime qué debo entender. Explícame.
En la acera, llena de puestos ambulantes, un hombre perseguía con la escoba un papel que el viento iba alejando.
-No me levantes la voz –dijo ella.
Él la imaginó frente a la torre Eiffel, recostada sobre el pasto y leyendo a Baudelaire, en francés, naturalmente. Le distrajo el ladrido amenazante de un perro que no quería perder su alimento entre desperdicios humanos, a unos metros de él.
-La distancia… es la distancia –continúo ella en voz baja, con la visión de un ebrio que quería leer de un papel, valiéndose de la luz del alumbrado público. En las escaleras, fuera del departamento, alguien tarareaba una canción. Dibujó un árbol con el dedo en la parte más alta de la ventana empañada, el follaje era una línea que semejaba un cable telefónico, una línea que era follaje y tronco indefinidamente.
-Al carajo la distancia, te voy a decir lo que sucede: no has podido mantener las piernas cerradas entre tanto francés y desde el remordimiento hablas de la chingada distancia.
Ella veía cómo la lluvia arreció. Miró el auricular entre sus manos. Cómo es que el sonido puede entrar y salir por este aparato, se preguntó. Luego colgó.
Escuchó el sonido intermitente de la línea sin nadie. El paso fugaz de un trailer por el eje vial hizo cimbrar el suelo y todo lo que estaba encima de él.
Salió a la calle, galones de agua en el aire, en las banquetas y todas partes. Agua que se iba por las coladeras, que se despeñaba por las gárgolas de las catedrales góticas. Del cielo negro, el agua. Hacía frió y qué importaba.
Vio una sonrisa infantil y estúpida sobre los hombros de un adulto. El color rojo del semáforo cedía el paso a los peatones. Cruzó el eje vial. Automovilistas impacientes deseaban sumir el pedal del acelerador. La luz del sol, reflejado en un parabrisas, le deslumbró. Entre gente anónima que caminaba a su lado, deseó gritar hijos de puta. No lo hizo y se perdió en las escaleras del subterráneo.
miércoles, julio 13, 2005
de lo inefable
Desconfío del lenguaje. Hoy no pude hacer que una mujer se quedara a mi lado. Claro, sólo tenía las pobres posibilidades de la palabra.
Pero un escritor, aun el más pinche de ellos, que desconfía del lenguaje...
Entiéndanme ¿cómo expreso lo que siente, lo que piensa un escritor que clausura la palabra, su palabra?
Entiendo que el idolatrado lenguaje funcione en enunciados como: pásame la sal o cuánto vale esto...
¿Qué? ¿Me estás hablando a mí?
¿Quieres que escriba un cuento?
No me estés jodiendo.
Pero un escritor, aun el más pinche de ellos, que desconfía del lenguaje...
Entiéndanme ¿cómo expreso lo que siente, lo que piensa un escritor que clausura la palabra, su palabra?
Entiendo que el idolatrado lenguaje funcione en enunciados como: pásame la sal o cuánto vale esto...
¿Qué? ¿Me estás hablando a mí?
¿Quieres que escriba un cuento?
No me estés jodiendo.
lunes, julio 11, 2005
arte cleptabunol a través del cinescopio
Cheko se sentía seguro con una cámara de video en las manos; soy inmortal, pensaba al escoger los encuadres para una escena. Le gustaba el color de la sangre y el sonido que hacía ésta al escurrirse por la coladera antes de coagular en el piso. Le gustaba el rojo porque era el color perfecto para salir de la rutina en un mundo en blanco y negro. Se veía a sí mismo como un artista y se consideraba portador de una sensibilidad distinta, incomprensible para la mayoría de sus contemporáneos. Yo soy el arte, había escrito alguna vez en el espejo de un baño en el palacio de bellas artes. Vivía como en una película, siempre, en todo momento.
Estacionó su automóvil en el enorme jardín de la mansión y tocó el timbre. El mayordomo abrió la puerta y lo condujo por pasillos largos y confusos. Aquella figura le recordó una película francesa en la que un mayordomo se orinaba cada vez que alguien tocaba la puerta. Sonrió. Llegaron a una habitación llena de objetos de arte que, a los ojos de Cheko, carecían de buen gusto. Al fondo, sentado sobre un mueble oscuro, se encontraba el ingeniero Ociel, un hombre con una panza de dimensiones obscenas que había ocupado puestos públicos en la década de los setenta y que, al retirarse de la política, se dedicó al robo de autos, narcotráfico y secuestro, actividades con las que se hizo inmensamente rico.
Cheko ya no quería venderle sus cintas porque pensaba que un hombre como aquel no podía entender el arte, y menos el suyo. Cheko se sentía obligado, sin embargo, porque el ingeniero había financiado sus primeras cintas y, además, le había hablado de las ventajas del cleptabunol, tan usado por el gobierno mexicano durante la guerra sucia.
Desde un equipo de alta fidelidad se escuchaba un narcocorrido. El ingeniero Ociel llevaba el ritmo del acordeón con el pie, mientras una morena, en cuclillas, le acariciaba la enorme barriga con las manos y mamaba el pequeño miembro que se asomaba tímidamente entre las piernas. Detrás dos guaruras custodiaban.
-¿Entiendes de arte, puta? ¿Verdad que no? ¿Entonces? Lárgate –dijo el ingeniero a la morena cuando vio entrar a Cheko. Ella obedeció.
-¿Ustedes qué, cabrones? A chingar a su madre también –dijo también a los guaruras.
El ingeniero Ociel soltó una de esas carcajadas que a Cheko tanto molestaban. Acomodó el pene, flácido en el interior del calzón, luego abrochó el pantalón con la gorda hebilla del cinto.
-Siéntate, Cheko ¿qué te tomas?
-Gracias, ingeniero, pero tengo prisa.
-Sabes que no me gusta beber solo, Cheko.
-Me disgusta parecer descortés, pero en verdad debo irme. Quedé en recoger a una mujer en el aeropuerto.
-¿La siguiente actriz? –preguntó el Ingeniero Ociel, mientras guiñaba un ojo.
-Of course.
-Pero no me negarás el gusto de sentarte a mi lado ¿Verdad?
-Por supuesto que no, ingeniero.
-¿Y qué me traes ahora?
-Es mi mejor creación. Pensé en no venderla.
-¿De qué se trata?
-El arte requiere del misterio.
-Ya veo. ¿Cuánto vale?
-Dos millones.
-No me vengas con chingaderas, Cheko, es mucho dinero, te doy uno.
-Lo siento, pero no hay trato –dijo Cheko, levantándose del asiento, pero el Ingeniero Ociel lo detuvo.
-Me gusta tu arte, Cheko. Eres grande, en verdad, pero no abuses.
Luego una mirada de reconocimiento. Miradas de quienes pretenden cerrar un negocio tratando de ganar lo más ofreciendo lo menos.
El Ingeniero Ociel, se carcajeó. Cheko observó un hollejo de frijol en uno de los dientes.
-Me gusta tu estilo. Te digo que eres grande, muy grande. Te voy a dar dos milloncitos por tu película, pero quiero que me hagas otro trabajito.
-¿De qué se trata? –preguntó Cheko. Quería largarse de ahí.
-El arte requiere del misterio, ¿cierto? –dijo el Ingeniero Ociel. Se quitó el hollejo del diente con la lengua, lo masticó y se lo pasó por la garganta.
–Ya lo verás después, ya lo verás.
Eva era una mujer argentina, alta, rubia, que Cheko contactó por internet, como todas las demás. Él le había dicho que era director de cine independiente, que era seguidor incondicional del arte de Strausler. Ella le dijo que sentía enorme admiración por la cultura mexicana. Se enviaron correos electrónicos durante un par de meses y ahora iban a verse porque él le ofreció la casa para pasar el tiempo que quisiera.
Al verla caminar por la sala de llegadas internacionales, Cheko pensó en cuáles serían los encuadres y acercamientos que mejor le vendrían a su tipo de piel, textura y los rasgos de su rostro. Vestía una minifalda roja, blusa blanca y sandalias del mismo color.
-Esto es México, bienvenida – le dijo extendiendo los brazos para apretarla casi con ternura a su cuerpo.
Cheko condujo en silencio mientras veía las lámparas del paseo de la reforma, pequeñas luces brillando en la oscuridad, como luciérnagas.
-¿A dónde me vas a llevar mexicanito? Estoy muerta. Colas interminables en Buenos Aires para tomar un vuelo.
-Conocerás mi estudio de grabación.
-Qué hermoso edificio que es ese –se refería a la bolsa mexicana de valores. La punta del rascacielos apuntando al firmamento como un falo.
Cheko imaginó que un automóvil frente a ellos, con una cámara instalada en la parte trasera, seguía los gestos de uno y otro. Sonrió. Era un artista.
Llegaron a la casa, ubicada en una zona residencial para la clase alta. Cada propiedad estaba muy separada de la otra. Cheko la había comprado pensando que era el mejor lugar para realizar su trabajo.
-¿Y en dónde tenés tu equipo?
-Ya lo verás ¿tequila?
-Jamás pensé que a un director de cine le fuera tan bien en este país –dijo Eva al sentir la comodidad de los muebles de piel y al ver los finos acabados de las paredes.
-¿Quieres escuchar algo en especial? –preguntó Cheko desde la cocina, preparando la inyección de cleptabunol.
-¿Podés poner música de mariachi?
-¿Por qué no la pones tú misma? Los discos están en el mueble, debajo del modular.
Eva buscaba el disco, esperaba encontrar alguno de José Alfredo Jiménez.
-¿Y no te gustaría salir en alguna de mis películas? –preguntó Cheko, que casi estaba listo.
-Sabés bien que no soy actriz, lo mío es escribir.
-Creo que deberías intentarlo, la cámara te va bien –le dijo Cheko acercándose y sosteniendo con la mano derecha una cámara de video que puso muy cerca del rostro de Eva; en la izquierda el cleptabunol.
-No lo hagas, me intimidas –dijo Eva tapándose la cara con las manos, luego sintió el piquete en el cuello.
-¿Pero qué hacés, pelotudo? –dijo levantándose.
-Tranquila, te relajará.
-La puta que te parió, ¿que me hiciste? –Eva tiraba los discos, pateaba los muebles, se caía al suelo.
-Eso, así el cleptabunol se extenderá rápido. Estás cooperando mucho.
Para Eva las cosas se hacían grandes, luego pequeñas. Se sentía débil. Recordó la avenida 9 de julio en Buenos Aires.
-¿Lo ves? Te dije que te iba a relajar. Para entrar a mi estudio se necesita un estado hipnótico. Eres afortunada.
La tomó de los cabellos y la hizo subir con cuidado por la escalera. Luego un pasillo cuyas paredes estaban adornadas con reproducciones de Karl Hofer. El estudio era un cuarto grande con las paredes pintadas de blanco y un sillón negro al centro. Frente al sillón un televisor de 29 pulgadas. Cámaras dispuestas por lugares estratégicos. Sobre el mueble estaba una maleta con los aparatos de trabajo. En el piso, una coladera. Más allá un aparato de sonido cuyas bocinas se distribuían a lo largo y ancho de la habitación.
-¿Qué sería del cine sin la música? Le faltaría un brazo o una pierna. Incompleto, mutilado estaría el cine –dijo Cheko dirigiéndose al aparato de sonido, la voz de Gardel apareció una vez que el disco compacto empezó a girar en el interior del aparato. Luego ajustó la cámara que más le interesaba, colocada en un tripie. El cleptabunol seguía actuando en el cuerpo de Eva, que no podía articular palabras, apenas salían de sus labios sonidos propios de tarados o recién nacidos. Se dejaba conducir. Cheko la sentó con las piernas abiertas y le bajó la ropa interior hasta las pantorrillas. Eva quería cerrar las piernas, golpear con el codo la nuca de Cheko y salir corriendo. Quería hacerlo, pero el cleptabunol.
Dolor cuando el martillo caía con fuerza sobre sus articulaciones. Dolor cuando el taladro destrozaba sus dientes, cuando el filo del bisturí le dejó en carne viva las plantas de los pies y el tubo caliente en su vagina, y el ácido en las corneas, y las uñas desprendidas.
Ahora eres inmortal, fue lo último que escuchó Eva. Luego el golpe en la cabeza. Fue todo. Gardel y Cheko quedaron en la habitación, solos. La sangre se escurría por la coladera.
Cheko estaba ahí y no entendía por qué. La calle estaba oscura y llovía. Un par de horas atrás observaba, acostado en el sillón de la sala, una película de Takeshi; el sonido estereofónico de las bocinas, conectadas al televisor, hacían retumbar las columnas de la casa en cada balacera o persecución en la ciudad de Tokio. Luego sonó el teléfono.
No debía estar ahí, observando las gotas escurrirse en el parabrisas en una calle desolada y oscura. No sabía por qué había contestado el teléfono siquiera.
-Cheko, ya te tengo el trabajito –había escuchado apenas al levantar el auricular. Aquella voz de mierda del ingeniero Ociel.
-Es una puta que levanté hace algún tiempo. Quiero que ella aparezca en la próxima cinta –todavía rebotaban en sus canales auditivos las palabras de ese gordo hijo de puta.
Algo no andaba bien. En toda esa agua despeñándose desde el jodido cielo negro, algo no andaba bien. Pero no quería tener problemas con el ingeniero. Además, la paga era buena. Y después de todo sólo era un favor. Eso, sí, un favor. No había más que hacerlo rápido, sin excusas. Pensaba esto cuando tocaron la ventanilla de su automóvil. Era una mujer con facha de puta, era ella, sin duda. La próxima actriz.
El agua de la lluvia seguía resbalándose por el parabrisas, miles de gotas escurriendo frente a sus ojos, como langostas que le impedían ver las líneas divisorias en el asfalto de la carretera. Así que había que manejar despacio. A Cheko no le gustaba la lluvia, no iba bien con la película que era su vida. No, no estaba bien la lluvia. Le abrió la puerta y ella subió. Cheko no se percató que un auto les seguía el paso, pegado a ellos como sanguijuela.
Apenas se estacionó Cheko cuando un tubazo destrozó la ventanilla de su puerta. Luego unos brazos lo tomaron de la camisa y lo hicieron salir bruscamente. Cayó al suelo bocabajo y al darse la vuelta vio, por un segundo apenas, a través del parabrisas del automóvil que los seguía, la figura obesa del ingeniero Ociel. Luego una gota desde el cielo, como un dardo, se le incrustó en el ojo.
Entonces sintió un piquete en una vértebra. Pensó en el gordo Ociel, en el cleptabunol, en la puta y en lo estúpido que era.
El cuarto le parecía extraño. Nunca había estado con tantas personas ahí dentro. Su cuerpo descansaba en el sillón. Veía a la puta abrazar al Ingeniero Ociel, escoltado por los eternos guaruras.
-Perdonarás, Cheko, que te trate de esta manera. No es nada personal. Y perdonarás el misterio. Pero sabes bien que sin misterio el arte no existe. Me gusta tu trabajo, en verdad. Uno no puede estar pasivo frente a lo que haces. Soy tu aprendiz Checo. Esperemos que con el tiempo pueda superar al maestro. Tal vez.
El ingeniero sostenía un martillo con la mano izquierda, comprobaba que el peso fuera el bastante.
-Imagina qué apreciada será esta cinta. Valdrá millones, Cheko, millones. Pero no quiero decir con esto que lo hago por dinero, no, por dios. Esto es también un homenaje. Verás en la pantalla tu propia muerte. Un regalazo cabrón, un regalazo.
Cheko imaginó la escena desde arriba, le habría gustado que el cleptabunol no le impidiera hablar. Habría sugerido colocar una cámara en el techo que hiciera movimientos oscilatorios. Pero no, el ingeniero Ociel era poderoso y tenía el mando: puso música de los tigres del norte y Cheko sintió el martillazo en el dedo índice. Luego escuchó la risa del gordo Ociel, combinada con el acordeón que llevaba el ritmo de su vida y la última de sus cintas.
Estacionó su automóvil en el enorme jardín de la mansión y tocó el timbre. El mayordomo abrió la puerta y lo condujo por pasillos largos y confusos. Aquella figura le recordó una película francesa en la que un mayordomo se orinaba cada vez que alguien tocaba la puerta. Sonrió. Llegaron a una habitación llena de objetos de arte que, a los ojos de Cheko, carecían de buen gusto. Al fondo, sentado sobre un mueble oscuro, se encontraba el ingeniero Ociel, un hombre con una panza de dimensiones obscenas que había ocupado puestos públicos en la década de los setenta y que, al retirarse de la política, se dedicó al robo de autos, narcotráfico y secuestro, actividades con las que se hizo inmensamente rico.
Cheko ya no quería venderle sus cintas porque pensaba que un hombre como aquel no podía entender el arte, y menos el suyo. Cheko se sentía obligado, sin embargo, porque el ingeniero había financiado sus primeras cintas y, además, le había hablado de las ventajas del cleptabunol, tan usado por el gobierno mexicano durante la guerra sucia.
Desde un equipo de alta fidelidad se escuchaba un narcocorrido. El ingeniero Ociel llevaba el ritmo del acordeón con el pie, mientras una morena, en cuclillas, le acariciaba la enorme barriga con las manos y mamaba el pequeño miembro que se asomaba tímidamente entre las piernas. Detrás dos guaruras custodiaban.
-¿Entiendes de arte, puta? ¿Verdad que no? ¿Entonces? Lárgate –dijo el ingeniero a la morena cuando vio entrar a Cheko. Ella obedeció.
-¿Ustedes qué, cabrones? A chingar a su madre también –dijo también a los guaruras.
El ingeniero Ociel soltó una de esas carcajadas que a Cheko tanto molestaban. Acomodó el pene, flácido en el interior del calzón, luego abrochó el pantalón con la gorda hebilla del cinto.
-Siéntate, Cheko ¿qué te tomas?
-Gracias, ingeniero, pero tengo prisa.
-Sabes que no me gusta beber solo, Cheko.
-Me disgusta parecer descortés, pero en verdad debo irme. Quedé en recoger a una mujer en el aeropuerto.
-¿La siguiente actriz? –preguntó el Ingeniero Ociel, mientras guiñaba un ojo.
-Of course.
-Pero no me negarás el gusto de sentarte a mi lado ¿Verdad?
-Por supuesto que no, ingeniero.
-¿Y qué me traes ahora?
-Es mi mejor creación. Pensé en no venderla.
-¿De qué se trata?
-El arte requiere del misterio.
-Ya veo. ¿Cuánto vale?
-Dos millones.
-No me vengas con chingaderas, Cheko, es mucho dinero, te doy uno.
-Lo siento, pero no hay trato –dijo Cheko, levantándose del asiento, pero el Ingeniero Ociel lo detuvo.
-Me gusta tu arte, Cheko. Eres grande, en verdad, pero no abuses.
Luego una mirada de reconocimiento. Miradas de quienes pretenden cerrar un negocio tratando de ganar lo más ofreciendo lo menos.
El Ingeniero Ociel, se carcajeó. Cheko observó un hollejo de frijol en uno de los dientes.
-Me gusta tu estilo. Te digo que eres grande, muy grande. Te voy a dar dos milloncitos por tu película, pero quiero que me hagas otro trabajito.
-¿De qué se trata? –preguntó Cheko. Quería largarse de ahí.
-El arte requiere del misterio, ¿cierto? –dijo el Ingeniero Ociel. Se quitó el hollejo del diente con la lengua, lo masticó y se lo pasó por la garganta.
–Ya lo verás después, ya lo verás.
Eva era una mujer argentina, alta, rubia, que Cheko contactó por internet, como todas las demás. Él le había dicho que era director de cine independiente, que era seguidor incondicional del arte de Strausler. Ella le dijo que sentía enorme admiración por la cultura mexicana. Se enviaron correos electrónicos durante un par de meses y ahora iban a verse porque él le ofreció la casa para pasar el tiempo que quisiera.
Al verla caminar por la sala de llegadas internacionales, Cheko pensó en cuáles serían los encuadres y acercamientos que mejor le vendrían a su tipo de piel, textura y los rasgos de su rostro. Vestía una minifalda roja, blusa blanca y sandalias del mismo color.
-Esto es México, bienvenida – le dijo extendiendo los brazos para apretarla casi con ternura a su cuerpo.
Cheko condujo en silencio mientras veía las lámparas del paseo de la reforma, pequeñas luces brillando en la oscuridad, como luciérnagas.
-¿A dónde me vas a llevar mexicanito? Estoy muerta. Colas interminables en Buenos Aires para tomar un vuelo.
-Conocerás mi estudio de grabación.
-Qué hermoso edificio que es ese –se refería a la bolsa mexicana de valores. La punta del rascacielos apuntando al firmamento como un falo.
Cheko imaginó que un automóvil frente a ellos, con una cámara instalada en la parte trasera, seguía los gestos de uno y otro. Sonrió. Era un artista.
Llegaron a la casa, ubicada en una zona residencial para la clase alta. Cada propiedad estaba muy separada de la otra. Cheko la había comprado pensando que era el mejor lugar para realizar su trabajo.
-¿Y en dónde tenés tu equipo?
-Ya lo verás ¿tequila?
-Jamás pensé que a un director de cine le fuera tan bien en este país –dijo Eva al sentir la comodidad de los muebles de piel y al ver los finos acabados de las paredes.
-¿Quieres escuchar algo en especial? –preguntó Cheko desde la cocina, preparando la inyección de cleptabunol.
-¿Podés poner música de mariachi?
-¿Por qué no la pones tú misma? Los discos están en el mueble, debajo del modular.
Eva buscaba el disco, esperaba encontrar alguno de José Alfredo Jiménez.
-¿Y no te gustaría salir en alguna de mis películas? –preguntó Cheko, que casi estaba listo.
-Sabés bien que no soy actriz, lo mío es escribir.
-Creo que deberías intentarlo, la cámara te va bien –le dijo Cheko acercándose y sosteniendo con la mano derecha una cámara de video que puso muy cerca del rostro de Eva; en la izquierda el cleptabunol.
-No lo hagas, me intimidas –dijo Eva tapándose la cara con las manos, luego sintió el piquete en el cuello.
-¿Pero qué hacés, pelotudo? –dijo levantándose.
-Tranquila, te relajará.
-La puta que te parió, ¿que me hiciste? –Eva tiraba los discos, pateaba los muebles, se caía al suelo.
-Eso, así el cleptabunol se extenderá rápido. Estás cooperando mucho.
Para Eva las cosas se hacían grandes, luego pequeñas. Se sentía débil. Recordó la avenida 9 de julio en Buenos Aires.
-¿Lo ves? Te dije que te iba a relajar. Para entrar a mi estudio se necesita un estado hipnótico. Eres afortunada.
La tomó de los cabellos y la hizo subir con cuidado por la escalera. Luego un pasillo cuyas paredes estaban adornadas con reproducciones de Karl Hofer. El estudio era un cuarto grande con las paredes pintadas de blanco y un sillón negro al centro. Frente al sillón un televisor de 29 pulgadas. Cámaras dispuestas por lugares estratégicos. Sobre el mueble estaba una maleta con los aparatos de trabajo. En el piso, una coladera. Más allá un aparato de sonido cuyas bocinas se distribuían a lo largo y ancho de la habitación.
-¿Qué sería del cine sin la música? Le faltaría un brazo o una pierna. Incompleto, mutilado estaría el cine –dijo Cheko dirigiéndose al aparato de sonido, la voz de Gardel apareció una vez que el disco compacto empezó a girar en el interior del aparato. Luego ajustó la cámara que más le interesaba, colocada en un tripie. El cleptabunol seguía actuando en el cuerpo de Eva, que no podía articular palabras, apenas salían de sus labios sonidos propios de tarados o recién nacidos. Se dejaba conducir. Cheko la sentó con las piernas abiertas y le bajó la ropa interior hasta las pantorrillas. Eva quería cerrar las piernas, golpear con el codo la nuca de Cheko y salir corriendo. Quería hacerlo, pero el cleptabunol.
Dolor cuando el martillo caía con fuerza sobre sus articulaciones. Dolor cuando el taladro destrozaba sus dientes, cuando el filo del bisturí le dejó en carne viva las plantas de los pies y el tubo caliente en su vagina, y el ácido en las corneas, y las uñas desprendidas.
Ahora eres inmortal, fue lo último que escuchó Eva. Luego el golpe en la cabeza. Fue todo. Gardel y Cheko quedaron en la habitación, solos. La sangre se escurría por la coladera.
Cheko estaba ahí y no entendía por qué. La calle estaba oscura y llovía. Un par de horas atrás observaba, acostado en el sillón de la sala, una película de Takeshi; el sonido estereofónico de las bocinas, conectadas al televisor, hacían retumbar las columnas de la casa en cada balacera o persecución en la ciudad de Tokio. Luego sonó el teléfono.
No debía estar ahí, observando las gotas escurrirse en el parabrisas en una calle desolada y oscura. No sabía por qué había contestado el teléfono siquiera.
-Cheko, ya te tengo el trabajito –había escuchado apenas al levantar el auricular. Aquella voz de mierda del ingeniero Ociel.
-Es una puta que levanté hace algún tiempo. Quiero que ella aparezca en la próxima cinta –todavía rebotaban en sus canales auditivos las palabras de ese gordo hijo de puta.
Algo no andaba bien. En toda esa agua despeñándose desde el jodido cielo negro, algo no andaba bien. Pero no quería tener problemas con el ingeniero. Además, la paga era buena. Y después de todo sólo era un favor. Eso, sí, un favor. No había más que hacerlo rápido, sin excusas. Pensaba esto cuando tocaron la ventanilla de su automóvil. Era una mujer con facha de puta, era ella, sin duda. La próxima actriz.
El agua de la lluvia seguía resbalándose por el parabrisas, miles de gotas escurriendo frente a sus ojos, como langostas que le impedían ver las líneas divisorias en el asfalto de la carretera. Así que había que manejar despacio. A Cheko no le gustaba la lluvia, no iba bien con la película que era su vida. No, no estaba bien la lluvia. Le abrió la puerta y ella subió. Cheko no se percató que un auto les seguía el paso, pegado a ellos como sanguijuela.
Apenas se estacionó Cheko cuando un tubazo destrozó la ventanilla de su puerta. Luego unos brazos lo tomaron de la camisa y lo hicieron salir bruscamente. Cayó al suelo bocabajo y al darse la vuelta vio, por un segundo apenas, a través del parabrisas del automóvil que los seguía, la figura obesa del ingeniero Ociel. Luego una gota desde el cielo, como un dardo, se le incrustó en el ojo.
Entonces sintió un piquete en una vértebra. Pensó en el gordo Ociel, en el cleptabunol, en la puta y en lo estúpido que era.
El cuarto le parecía extraño. Nunca había estado con tantas personas ahí dentro. Su cuerpo descansaba en el sillón. Veía a la puta abrazar al Ingeniero Ociel, escoltado por los eternos guaruras.
-Perdonarás, Cheko, que te trate de esta manera. No es nada personal. Y perdonarás el misterio. Pero sabes bien que sin misterio el arte no existe. Me gusta tu trabajo, en verdad. Uno no puede estar pasivo frente a lo que haces. Soy tu aprendiz Checo. Esperemos que con el tiempo pueda superar al maestro. Tal vez.
El ingeniero sostenía un martillo con la mano izquierda, comprobaba que el peso fuera el bastante.
-Imagina qué apreciada será esta cinta. Valdrá millones, Cheko, millones. Pero no quiero decir con esto que lo hago por dinero, no, por dios. Esto es también un homenaje. Verás en la pantalla tu propia muerte. Un regalazo cabrón, un regalazo.
Cheko imaginó la escena desde arriba, le habría gustado que el cleptabunol no le impidiera hablar. Habría sugerido colocar una cámara en el techo que hiciera movimientos oscilatorios. Pero no, el ingeniero Ociel era poderoso y tenía el mando: puso música de los tigres del norte y Cheko sintió el martillazo en el dedo índice. Luego escuchó la risa del gordo Ociel, combinada con el acordeón que llevaba el ritmo de su vida y la última de sus cintas.
viernes, julio 08, 2005
Pepe Pecas pica papas o la vida es un trabalenguas
Pepe pecas despierta, en su cabeza retumba un trabalenguas, aquel que inventara su abuelo durante una larga jornada de trabajo: Pepe Pecas pica papas con un pico con un pico Pepe Pecas pica papas.
Pepe Pecas se arregla, toma un poco de puré como desayuno y se dirige al metro. Compra dos boletos porque es un hombre precavido. Siempre hay que pensar en el regreso, se dice, mientras echa con dificultad el cambio en el bolsillo de su overol. Mete su boleto en el torniquete y lo detiene una voz:
-Ey, amigo, no puedes pasar con ese pico.
Pepe pecas siempre experimenta un pequeño dolor en el vientre cuando ve a un policía.
Pepe Pecas toma el pico y deja caer el lado más puntiagudo sobre el cráneo del guardián del orden. Saca el pico y produce un sonido similar al que hace la sidra al destaparse. Las palabras vuelven a su cabeza: Pepe Pecas pica papas con un pico con un pico Pepe pecas pica papas. Algunas personas resbalan con la masa encefálica del policía, pero ese no es asunto de Pepe Pecas, se dirige al andén.
-Ey, amigo, estorba tu costal ¿Qué traes ahí? ¿Papas?
Pepe Pecas no experimenta ningún sentimiento cuando está frente a un vendedor ambulante. Pepe Pecas ignora la afrenta y sigue en lo suyo: Pepe Pecas pica papas con un pico con un pico Pepe pecas pica papas.
-Ey tú, el pecoso, ya te dije que estorba tu costal.
Es demasiado. Pepe Pecas toma el costal entre sus manos, lo levanta veloz y lo deja caer sobre el escuálido cuerpo del vendedor ambulante, quien, a pesar de tener piernas poderosas, no puede guardar el equilibrio y se va de nalgas hasta el suelo. Pepe Pecas no deja reaccionar a su rival y le aplica la misma dosis una, dos, tres veces, hasta que el exvendedor ambulante arroja espuma y sus extremidades se retuercen en unas perfectas convulsiones.
Pepe Pecas se baja del metro y se enfila a su trabajo: un restaurante de comida rápida dedicado a hacer sonrisas. Pepe Pecas llega a su destino, entra por la puerta trasera y checa su tarjeta. Vacía el costal sobre el suelo y el pico va a la papa como el cántaro al agua y Pepe Pecas pica papas con un pico con un pico Pepe pecas pica papas.
Pepe Pecas se arregla, toma un poco de puré como desayuno y se dirige al metro. Compra dos boletos porque es un hombre precavido. Siempre hay que pensar en el regreso, se dice, mientras echa con dificultad el cambio en el bolsillo de su overol. Mete su boleto en el torniquete y lo detiene una voz:
-Ey, amigo, no puedes pasar con ese pico.
Pepe pecas siempre experimenta un pequeño dolor en el vientre cuando ve a un policía.
Pepe Pecas toma el pico y deja caer el lado más puntiagudo sobre el cráneo del guardián del orden. Saca el pico y produce un sonido similar al que hace la sidra al destaparse. Las palabras vuelven a su cabeza: Pepe Pecas pica papas con un pico con un pico Pepe pecas pica papas. Algunas personas resbalan con la masa encefálica del policía, pero ese no es asunto de Pepe Pecas, se dirige al andén.
-Ey, amigo, estorba tu costal ¿Qué traes ahí? ¿Papas?
Pepe Pecas no experimenta ningún sentimiento cuando está frente a un vendedor ambulante. Pepe Pecas ignora la afrenta y sigue en lo suyo: Pepe Pecas pica papas con un pico con un pico Pepe pecas pica papas.
-Ey tú, el pecoso, ya te dije que estorba tu costal.
Es demasiado. Pepe Pecas toma el costal entre sus manos, lo levanta veloz y lo deja caer sobre el escuálido cuerpo del vendedor ambulante, quien, a pesar de tener piernas poderosas, no puede guardar el equilibrio y se va de nalgas hasta el suelo. Pepe Pecas no deja reaccionar a su rival y le aplica la misma dosis una, dos, tres veces, hasta que el exvendedor ambulante arroja espuma y sus extremidades se retuercen en unas perfectas convulsiones.
Pepe Pecas se baja del metro y se enfila a su trabajo: un restaurante de comida rápida dedicado a hacer sonrisas. Pepe Pecas llega a su destino, entra por la puerta trasera y checa su tarjeta. Vacía el costal sobre el suelo y el pico va a la papa como el cántaro al agua y Pepe Pecas pica papas con un pico con un pico Pepe pecas pica papas.
frustración
Ayer una mujer me dijo que era genial.
Y luego me arrebató de su vida... cerró la puera y yo me quedé fuera.
Y la quería, maldita sea, la quería.
Después agradecí la expulsión....
El escritor debe estar frustrado casi por definición.
Expúlsame, ven a escupirme.
Tal es tu función
Y luego me arrebató de su vida... cerró la puera y yo me quedé fuera.
Y la quería, maldita sea, la quería.
Después agradecí la expulsión....
El escritor debe estar frustrado casi por definición.
Expúlsame, ven a escupirme.
Tal es tu función
miércoles, julio 06, 2005
¿Belleza? ¿Creación?
Capitalismo, neoliberalismo, Estados Unidos, guerra, hambre, miseria, SIDA...
Es difícil encontrar la belleza. ¿Cómo? ¿Con qué cara uno se pone a dibujar personajitos, a buscar ritmo?
No, yo no puedo: la vieja máquina de escribir está ahí, enfrente, pero no puedo aporrear las teclas y crear algo.
Soy demasiado romántico
Es difícil encontrar la belleza. ¿Cómo? ¿Con qué cara uno se pone a dibujar personajitos, a buscar ritmo?
No, yo no puedo: la vieja máquina de escribir está ahí, enfrente, pero no puedo aporrear las teclas y crear algo.
Soy demasiado romántico
son peligrosas
Andan de aquí para allá. Son peligrosas. De aquí para allá con sus cinturas, sus labios mustios, sus pechos prohibidos. Hoy una de ellas me sonrió en el metro. ¿Qué quieres? debí decirle; en cambio sólo le devolví el gesto. Más trde me entretuve en el vientre de una adolescente: su piel era morena y me hizo pensar algunas cosas, se reía con un grupo de imbéciles. ¿Qué necesito para ir de la mano de una mujer como ella?
Son peligrosas, maldita sea, lo hacen a uno desear más cosas de las que trae encima.
Son peligrosas, maldita sea, lo hacen a uno desear más cosas de las que trae encima.
pantalla demandante
una pantalla (dádiva de don bil gueits) exige que introduzca caracteres. Yo obedezco. Mi literatura no es otra cosa que algo improvisado para salir del atoradero. Y hay gente que habla de mi talento, me pide que escriba algo. Yo les digo que sí, que pronto escupiré letras, pondré un balazo aquí, una persecución allá. Viva la literatura.
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