jueves, diciembre 22, 2005

difusa


que gire, se tuerza, aparezca en la punta de una torre que baila, recargada en la puerta del sistema ferroviario de un país meláncólico. Una novela o cuento, un personaje que vea la vida a través de lo que no tiene, de la aspiración. Una novela pastelosa, que tienda al pathos. Que dé dos vueltas en el aire, una machincuepa cerrando los ojos y que aplauda. Que aparezca la idea, con traje de payaso, que se le pueda ver a través de las ventanillas de un autobús semivacío -atardeciendo, con el cielo rosa azul rojo negro-, dando brincos por los camellones atestados de hierba, de lámparas del alumbrado público. Que se encierre en la pluma y trabaje y haga mover el pulgar, el índice, la mano, que gire, se tuerza.
Que se encuentre, que en el último minuto ALGO. Algodón de azúcar en una plaza concurrida, con duendes y santa closes y pequeños guiando a sus padres por entre puestos de cosas que no pueden comprarse porque no existen porque no se han inventado.
Que haya escaleras, pasillos iluminados, con ventanas y paisajes del otro lado con animales que vuelan y gorjean y hcane cosas que los humanos no pueden hacer.
Que venga la idea, que se detenga un momento, como aquellos niños que juegan a los encantados, sólo un momento.
un instante
una tecla
un cabello
¿Qué le cuesta ponerse a mirarme, quietecita?
Ey, di "chis".
Una sonrisa y si quieres hasta luego.

domingo, diciembre 11, 2005

rayueleando (ventana)

Viajando en un autobús sobre periférico sur, cuando la luz del sol debía ser suplida por focos y lámparas, el cielo rojizo y como despidiéndose; los rascacielos a uno y otro lado de la carretera, con los cristales permitiendo ver la vida íntima de oficinas, escritorios que esconden empleados y sostienen tazas de café y vapor; hoteles de cinco estrellas, automóviles último modelo y la noche que avanza como un lector asiduo sobre las páginas de una novela.
Y en la mano un libro, frente a mí otro universo, también con múltiples ventanas y focos y noches.
Le habló de todo eso la maga, que se había despertado y se acurrucaba contra él maullando soñolienta. La Maga abrió los ojos, se quedó pensando.
-Vos no podrías -dijo-. Vos pensás demasiado antes de hacer nada.
-Parto del principio de que la reflexión debe preceder a la acción, bobalina.
-Partís del principio -dijo la Maga-. Qué complicado. Vos sos como un testigo, sos el que va al museo y mira los cuadros. Quiero decir que los cuadros están ahí y vos en el museo, cerca y lejos al mismo tiempo. Yo soy un cuadro, Rocamadour es un cuadro. Etienne es un cuadro, esta pieza es un cuadro. Vos creés que estás en esta pieza pero no estás. Vos estás mirando la pieza, no estás en la pieza.
-Esta chica lo dejaría verde a Santo Tomás -dijo Oliveira.
-¿Por qué Santo Tomás? -dijo la Maga-. ¿Ese idiota que quería ver para creer?
-Sí, querida -dijo Oliveira, pensando que en el fondo la Maga había embocado en el verdadero santo.
Feliz de ella que estaba dentro de la pieza, que tenía derecho de ciudad en todo lo que tocaba y convivía, pez río abajo, hoja en el árbol, nube en el cielo, imagen en el poema. Pez, hoja, nube, imagen: exactamente eso, a menos que...
¡Por Dios!¿Estoy dentro o fuera de la pieza?

graduación de pinche escritorcito





viernes, diciembre 09, 2005

jueves, diciembre 08, 2005

pinche loco

Odio a los locos, carajo, cómo los odio.
Jueves por la mañana. Viajaba en el sistema de transporte colectivo, dentro de una enorme estructura fálica que penetraba la tierra. Los rostros somnolientos de los pasajeros, los vendedores ambulantes repitiendo sin fin un mismo mensaje, rostros anónimos que no han de reencontrarse jamás.
Viajaba en una línea no muy concurrida, si se era un poco paciente se podía conseguir un asiento tranquilamente; uno casi podía tirarse un pedo sin molestar a nadie, las piernas podían estirarse. Casi diría que era confortable el viaje.
De pronto, un gemido rompió el silencio -en este contexto, llamo silencio al ruido que hacen los motores de los trenes y que la costumbre ha ido suavizando hasta apagarlo-, era un anciano que permanecía en cuclillas, recargado en la puerta.
Odio a los locos.
Los pasajeros quisimos aparentar que nada había ocurrido, que no había ningún anciano, ningún gemido, sólo el rodar de los neumáticos sobre los rieles. Pero era imposible no notarlo, no molestarse, no perder la paciencia ante ese miserable; se levantaba, gemía, babeaba, corría -anciano, sí, pero con el vigor que le daba un cerebro absolutamente transtornado- de un extremo al otro del tren. Quién sabe qué extraña tragedia, qué eterna cólera estaría representando una y otra vez en su mente.
Odio a los locos porque ante ellos estoy indefenso, porque su lógica es impredecible. Porque ante ellos no puedo ser inteligente.
Entiendo que los artistas somos parecidos a los locos, pero nuestras creaciones siempre controlan la esquizofrenia; creamos mundos paralelos, pero entendemos que es ficción, son pretextos casi siempre para referirse al mundo este, en el que nos desplazamos, soñamos, bebemos; este mundo en el que más o menos los seres humanos pueden al menos señalar al mismo árbol, al mismo automóvil, hablar de lo mismo, aunque cada quien llegue a conclusiones distintas y hasta encontradas.
Pero los locos no.
Odio a los locos porque hacen cimbrar los conceptos con los que con tanto ahínco el hombre ha levantado monumentos, ciudades y naciones.
El pinche anciano loco se bajó dos estaciones antes que yo, y, por fin, pude suspirar tranquilo porque el mundo, las cosas, habían vuelto a su cauce normal y lógico. La razón había vencido.