Era la espalda como un incesante mar, con pliegues de olas que eran los omóplatos desnudos, con remolinos de delgados vellos que aparecían a fuerza de tanto abrir las pupilas. Un mar profundo y oscuro, inabarcable. Rubio acaso fuera un naúfrago incapaz en la balsa que era ese cuarto, de vez en cuando, como la oración inútil de quien está varado, una frase tecleada en la vieja máquina de escribir; frases que no traducían su pensamiento, vacías porque no establecían complicidad con nada, mucho menos con el cuerpo de la mujer que dormía, como a quinientos mil milímetros.
Una mujer semidesnuda, frente a él, como también la escritura, materializada en esa máquina infernal que mordía con su rodillo una hoja de papel bond.