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jueves, julio 27, 2006
miércoles, julio 19, 2006
cuento (fuego ¿tiene fuego?)
Quizás sea demasiado pedir que alguien lea esta amasijo de palabras.
Yo, cumpli. Y se aceptan quejas y sugerencias, pues es un texto en proceso, todavía.
“¿Qué iba a decir? Es igual, diré otra cosa; todo es lo mismo.”
Samuel Beckett
Podía fumar ahí, sin duda, entre basura y coladeras. Pero no se trataba de eso. Nada mejor que la terraza, con la visión de una ciudad a sus pies, con sus luces y su espacio infinito; con los ruidos allá abajo, como ahogados: sirenas de ambulancia, cláxones, motores y algún arma de fuego, todo en una música caótica y bella; con esa brisa fría que agitaría el cabello como por debajo del agua, con el cielo lloviznando y el mundo en otro lado; el humo del cigarrillo elevándose, diríase casi por mandato divino. Sí, le bastaba sólo con estirar el brazo y alcanzar la cajetilla con tres o cuatro tabacos y la caja con un par de fósforos.
La luz del semáforo se puso en color rojo y Rubiao tuvo que pisar el freno de su automóvil, a pesar de que, enfrente, en el crucero, no había otras máquinas. Una voz en el radio daba la hora antes de citar frases de un libro sagrado en donde se aludía al amor y la misericordia de Dios. Fuera del vehículo un niño golpeaba el parabrisas para ofrecer utensilios de plástico; tenía el rostro manchado, sin dientes, abría la boca con movimientos mudos, sin advertir que un hombre venía hacia él. Una patada en la cintura lo hizo volar un par de metros, el niño quiso levantarse, pero no le respondieron las piernas, se arrastraba, sin soltar las mercancías. El hombre le ordenó a Rubiao, con una seña, que bajara la ventanilla, acto continuo le exigió sus documentos. Estaban en regla.
-Tenga cuidado, se expone mucho con el auto. No incite los delitos. Vaya a su casa.
De vuelta al ritmo del vehículo, Rubiao miraba las rejas de las residencias, como pequeñas prisiones voluntarias; el pasto crecido de la glorieta; la estatua decapitada de un héroe nacional, según la inscripción pintarrajeada; un quiosco mal iluminado. Había que esquivar los esqueletos de automóviles abandonados a mitad de la calle y sobre las banquetas. Seis calles más, en diagonal, edificios, gárgolas sobre una iglesia en donde feligreses, a salvo del agua, estarían rezando. Y ahí, enfrente, el edificio de catorce pisos y la terraza en lo más alto.
Sí, podía fumar ahí mismo, sin duda, entre esas visiones, movido por los nervios o el fastidio, como la generalidad. Pero no se trataba de eso; no era un fumador común y corriente al que la nicotina le hubiera impuesto ni costumbre ni adicción. Al contrario, el cigarro sería un elemento más de un instante íntimo: portar a través de un papel enrollado una lumbre que no ardía, una luz en la profundidad de la noche. Así que había que esperar a la terraza, teclear los dígitos en el dispositivo electrónico que autorizaba la entrada, y estacionar el auto, recorrer el largo pasillo que separaba la estancia del elevador, ese cubículo forrado de espejos que asciende y desciende con la promesa de otro lugar; pedir el último piso y la espera a lo largo de un sonido que se antoja mudo, como dentro del agua, y que termina con campanas y una sensación de vértigo en el estómago.
Entró al departamento sin nadie. Algunos meses atrás una mujer lo habría recibido colgándosele del cuello, pero ya no, se había ido, dejando apenas una nota en la que le llamaba cobarde y loco. Tampoco había mascota, se había muerto a causa del hambre o la tristeza, el cadáver flotó hasta desintegrarse y hasta ese momento el agua puerca persistía en el contenedor de vidrio, sobre la barra de la cocina.
Fue a la terraza, en su camino hubo un apagón y se hizo la oscuridad, apenas atenuada por un ligero resplandor, quizá proveniente de la luna. Pronto la planta eléctrica de emergencia se activó y de nueva cuenta el departamento se iluminó con la luz artificial de la bombilla. Extendió los brazos para asegurarse que no llovía ya, dedicó una mirada al cielo y luego hurgó en los bolsillos del pantalón en busca de un cigarrillo, que colocó en sus labios como si ya estuviera prendido y se entregó a la contemplación: ventanas iluminadas en los rascacielos que se alzaban, a lo lejos, sobre extensos territorios negros; a ratos ciertas zonas de la ciudad se encendían, como columnas de fuego se levantaban, a lo lejos, automóviles incendiándose o tal vez edificios; un helicóptero, unos veinte metros encima de él, alumbró con su reflector. Los pocos objetos que en la terraza había proyectaban sombras monstruosas y Rubiao tuvo la sensación de estar en algo aún más terrible que el sueño; desde un altavoz se emitían recomendaciones de no salir a la calle. Un hombre dentro hizo maniobrar el aparato y se perdió entre otros edificios.
Tras el silencio sobrevino el ladrido de un perro y la certeza de la realidad que momentos antes le fuera arrebatada. Sólo entonces se disponía a prender su cigarro. Dos cerillos era el pobre arsenal con el que contaba la caja; uno de ellos casi sin cabeza, por lo que fue imposible prenderlo, a pesar de los esfuerzos de Rubiao. Pero aún quedaba el otro, que sin problema encendió al primer tallón, mas el viento lo apagó antes de que la lumbre hiciera contacto con el tabaco. Sólo un instante el color rojo permaneció en el cerillo extinto para después adquirir el color negro de la muerte. La sirena de una ambulancia, gritos en algún lado, acá arriba Rubiao que contemplaba sus manos vacías.
Intentó recordar si es que había un cerillo o encendedor. Se volvió hacia el horno de microondas y lo maldijo en silencio, con todos sus dígitos. Se acordó entonces del boiler y casi enseguida de la falta de gas. Llegó a pensar, incluso, en tallar dos maderas hasta tener al menos unos segundos de fuego.
Un nuevo apagón había puesto otra vez el mundo a oscuras, pero esta vez se prolongó por algunos minutos, durante los cuales Rubiao intentaba, a tientas, reconocer las paredes de su departamento. Llegó después la luz y Rubiao pudo darse cuenta que la puerta no estaba ahí, que inútilmente tentaleaba un rincón en busca de la salida.
Abrió la puerta y recorrió el pasillo, desistió de usar el elevador por miedo a otro apagón, así que bajó las escaleras y no paró hasta encontrarse en el estacionamiento. Echó a andar el motor de su automóvil y recorrió las calles oscuras.
Varado a medio calle por la falta de combustible, Rubiao se vio obligado a caminar con las manos en los bolsillos, con la vista puesta, por el frío, sobre sus zapatos. De vez en cuando una gota le caía al cuerpo, como si alguien, desde el cielo, se acordara, a ratos, de hacer llover. Rubiao trituraba las hojas que el viento había tirado de los árboles cuando el ruido de una explosión lo detuvo, luego vinieron gritos y detonaciones, después un silencio en el que Rubiao no dejó de caminar. En la otra acera algo como un hombre corría volteando a los lados.
-No vaya hacia allá, hubo una explosión. Rompieron una valla. Quieren entrar. Regrese, regrese –dijo el hombre, que apuró su carrera.
-Fuego ¿tiene fuego? –gritó Rubiao, pero el hombre ya se perdía entre las calles.
Continúo Rubiao su andar, mientras aviones de combate hacían piruetas en el aire.
Tocó varias veces la pequeña ventana que estaba casi a ras del suelo, con un ritmo convenido con anterioridad, después de un tiempo se abrió un resquicio.
-Cerillos - casi suplicó Rubiao.
-No hay. Pero tengo carne ¿quiere carne? Carne equina de la mejor calidad.
Rubiao creyó que era un ojo lo que apenas brillaba en el hueco de la ventana entreabierta.
-No, quiero fuego... para un cigarro.
También le pareció a Rubiao que veía una sonrisa en la silueta que lo atendía.
-No, tampoco tengo cigarros, pero quizás mañana me llegue algo, si quiere volver el señor... también tengo agua ¿quiere agua?
-No, no quiero nada. ¿Sabrá dónde puedo conseguir cerillos o encendedor?
-También eso cuesta, caballero.
Rubiao metió un billete enrollado por la comisura que fue absorbido de inmediato, se cerró la ventana y después de un rato, en el que seguramente fue a revisar la calidad del billete a un lugar con luz, la silueta regresó.
-Siga por esta calle, hasta topar con el parque, dé vuelta a la derecha, ahí encontrará un edificio viejo, toque la puerta cuatro veces espaciadas. No faltará ahí quien pueda venderle a usted un poco de fuego. Diga que lo recomiendo yo.
Después la ventanilla se cerró definitivamente y Rubiao se entregó al itinerario descrito por la silueta.
Tocó la puerta Rubiao como le explicara el comerciante. Tras un tiempo en el que la lluvia arreció se abrió una reja a la altura de la cabeza.
-Vengo de... la tienda.
-¿Elías? ¿Lo manda Elías? Pero pase, ningún amigo de él se mojará con la lluvia si puedo evitarlo.
Y el hombre abrió la puerta, una enorme puerta de madera, reforzada con acero y múltiples cerraduras. Un niño flaco y tuerto observaba detrás del hombre, que, al advertir su presencia, le acarició la cabeza.
-Bien hecho –le dijo el hombre al niño-. Sigue pendiente.
Luego Rubiao fue conducido por pasillos y escaleras hasta llegar a una sala en la que un grupo de hombres, separado, a su vez en tres o cuatro grupos, alternaban la conversación y la risa con tragos de ron o whiskey. Al ver llegar a Rubiao hubo un silencio que pronto fue roto para seguir el hilo de la conversación.
-Siéntese caballero, enseguida vuelvo-. Dijo el hombre.
-En realidad sólo vine por fuego ¿tiene fuego?
-Relájese amigo. Enseguida estoy con usted.
Y el hombre se perdió entre pasillos y puertas.
En un rincón un anciano tocaba una guitarra muy por debajo del sonido normal, como si sólo estuviera afinándola, cantaba algo, como un rezo. Rubiao no tuvo otro remedio que esperar sentado a una mesa desocupada, en donde llegaban a sus oídos frases de varias conversaciones.
-He escuchado que avanzan muy rápido. Y es natural, tienen hambre y odian.
-No he dicho eso, sino precisamente lo contrario. La fuerza de su poesía radica en la posibilidad de alternar muy variados estados de ánimo en una sola estrofa, a veces en una sola línea, sin que se pierda nunca la unidad poética.
-No crea en esos cuentos de bobos, los aplastarán, tarde o temprano los aplastarán. ¿No ha visto el tamaño de los tanques? Los he visto pasar sobre automóviles sin ningún problema. No falta mucho, ya lo verá.
-Te enredas en palabrerías. Pretendes defenderlo aludiendo a cierto tipo de virtudes, pero usando la forma que tanto criticas. Créeme, de ser tan buen poeta como dices, no se sentiría alegre con tu supina defensa.
-Disfrute el tiempo que falte, señor mío, porque es inevitable. No son rumores. Tienen la fuerza suficiente, he hecho cálculos.
-Quiero que me entiendas. Mis argumentos han ido sólo en el sentido de que su trabajo es la comprobación estética del enunciado: todo es lo mismo. Los clásicos lo intuían, su poesía lo demuestra. ¿No cree usted? –Y lanzó el orador esta pregunta a Rubiao, buscando, más que su respuesta, su integración.
-¿Gusta del placer de la lectura? –continuó el hombre.
-Patrañas, estamos a salvo-. Se escuchó con un volumen mayor al ordinario, en otra mesa.
-Fuego ¿tiene fuego?-. Preguntó Rubiao a su interlocutor casual, quien extrañado puso un encendedor en la mano de Rubiao.
Llegó entonces el hombre que había abierto la puerta.
-Debo irme-. dijo Rubiao tomándole del brazo.
-Quédese a fumar un momento con nosotros-. Sugirió el hombre que defendía la equivalencia de todas las cosas.
-No puedo, lo siento. Alguien me espera en casa, una mujer, prometí llevar fuego. Debo irme-. Y esta última frase ya iba dirigida al hombre de la puerta, casi como una orden.
La puerta se cerró detrás de él, como el sonido de una lápida. Estaba de nuevo en la calle, con la posibilidad del fuego en la mano, pero ahora pensando que daba lo mismo ir a la terraza, que hubiera noche, lluvia o la visión de un satélite natural en el oscuro cielo. Sin embargo había querido fumar y podía hacerlo. Y ¿no estaba también solo, como en la terraza? Y ¿no le pertenecía también el parque, enfrente? Todo es lo mismo, se dijo. Todo. Caminó hacia el centro del parque, observado por los cascarones de los árboles que eran agitados por el viento helado.
Se sentó en una banca y encendió el cigarrillo. Arrojó el humo hacia lo infinito del cielo formando ¿qué figuras? No lo sabía, el aire descomponía el humo y se hacían uno. Pensó que era un sueño y se echó a reír, mientras una multitud avanzaba hacia él como un solo ser. Rubiao miró al cielo aún con el gesto risueño y se preguntó cuánto tiempo faltaría para el amanecer.
Quenin Eztli
Samuel Beckett
Podía fumar ahí, sin duda, entre basura y coladeras. Pero no se trataba de eso. Nada mejor que la terraza, con la visión de una ciudad a sus pies, con sus luces y su espacio infinito; con los ruidos allá abajo, como ahogados: sirenas de ambulancia, cláxones, motores y algún arma de fuego, todo en una música caótica y bella; con esa brisa fría que agitaría el cabello como por debajo del agua, con el cielo lloviznando y el mundo en otro lado; el humo del cigarrillo elevándose, diríase casi por mandato divino. Sí, le bastaba sólo con estirar el brazo y alcanzar la cajetilla con tres o cuatro tabacos y la caja con un par de fósforos.
La luz del semáforo se puso en color rojo y Rubiao tuvo que pisar el freno de su automóvil, a pesar de que, enfrente, en el crucero, no había otras máquinas. Una voz en el radio daba la hora antes de citar frases de un libro sagrado en donde se aludía al amor y la misericordia de Dios. Fuera del vehículo un niño golpeaba el parabrisas para ofrecer utensilios de plástico; tenía el rostro manchado, sin dientes, abría la boca con movimientos mudos, sin advertir que un hombre venía hacia él. Una patada en la cintura lo hizo volar un par de metros, el niño quiso levantarse, pero no le respondieron las piernas, se arrastraba, sin soltar las mercancías. El hombre le ordenó a Rubiao, con una seña, que bajara la ventanilla, acto continuo le exigió sus documentos. Estaban en regla.
-Tenga cuidado, se expone mucho con el auto. No incite los delitos. Vaya a su casa.
De vuelta al ritmo del vehículo, Rubiao miraba las rejas de las residencias, como pequeñas prisiones voluntarias; el pasto crecido de la glorieta; la estatua decapitada de un héroe nacional, según la inscripción pintarrajeada; un quiosco mal iluminado. Había que esquivar los esqueletos de automóviles abandonados a mitad de la calle y sobre las banquetas. Seis calles más, en diagonal, edificios, gárgolas sobre una iglesia en donde feligreses, a salvo del agua, estarían rezando. Y ahí, enfrente, el edificio de catorce pisos y la terraza en lo más alto.
Sí, podía fumar ahí mismo, sin duda, entre esas visiones, movido por los nervios o el fastidio, como la generalidad. Pero no se trataba de eso; no era un fumador común y corriente al que la nicotina le hubiera impuesto ni costumbre ni adicción. Al contrario, el cigarro sería un elemento más de un instante íntimo: portar a través de un papel enrollado una lumbre que no ardía, una luz en la profundidad de la noche. Así que había que esperar a la terraza, teclear los dígitos en el dispositivo electrónico que autorizaba la entrada, y estacionar el auto, recorrer el largo pasillo que separaba la estancia del elevador, ese cubículo forrado de espejos que asciende y desciende con la promesa de otro lugar; pedir el último piso y la espera a lo largo de un sonido que se antoja mudo, como dentro del agua, y que termina con campanas y una sensación de vértigo en el estómago.
Entró al departamento sin nadie. Algunos meses atrás una mujer lo habría recibido colgándosele del cuello, pero ya no, se había ido, dejando apenas una nota en la que le llamaba cobarde y loco. Tampoco había mascota, se había muerto a causa del hambre o la tristeza, el cadáver flotó hasta desintegrarse y hasta ese momento el agua puerca persistía en el contenedor de vidrio, sobre la barra de la cocina.
Fue a la terraza, en su camino hubo un apagón y se hizo la oscuridad, apenas atenuada por un ligero resplandor, quizá proveniente de la luna. Pronto la planta eléctrica de emergencia se activó y de nueva cuenta el departamento se iluminó con la luz artificial de la bombilla. Extendió los brazos para asegurarse que no llovía ya, dedicó una mirada al cielo y luego hurgó en los bolsillos del pantalón en busca de un cigarrillo, que colocó en sus labios como si ya estuviera prendido y se entregó a la contemplación: ventanas iluminadas en los rascacielos que se alzaban, a lo lejos, sobre extensos territorios negros; a ratos ciertas zonas de la ciudad se encendían, como columnas de fuego se levantaban, a lo lejos, automóviles incendiándose o tal vez edificios; un helicóptero, unos veinte metros encima de él, alumbró con su reflector. Los pocos objetos que en la terraza había proyectaban sombras monstruosas y Rubiao tuvo la sensación de estar en algo aún más terrible que el sueño; desde un altavoz se emitían recomendaciones de no salir a la calle. Un hombre dentro hizo maniobrar el aparato y se perdió entre otros edificios.
Tras el silencio sobrevino el ladrido de un perro y la certeza de la realidad que momentos antes le fuera arrebatada. Sólo entonces se disponía a prender su cigarro. Dos cerillos era el pobre arsenal con el que contaba la caja; uno de ellos casi sin cabeza, por lo que fue imposible prenderlo, a pesar de los esfuerzos de Rubiao. Pero aún quedaba el otro, que sin problema encendió al primer tallón, mas el viento lo apagó antes de que la lumbre hiciera contacto con el tabaco. Sólo un instante el color rojo permaneció en el cerillo extinto para después adquirir el color negro de la muerte. La sirena de una ambulancia, gritos en algún lado, acá arriba Rubiao que contemplaba sus manos vacías.
Intentó recordar si es que había un cerillo o encendedor. Se volvió hacia el horno de microondas y lo maldijo en silencio, con todos sus dígitos. Se acordó entonces del boiler y casi enseguida de la falta de gas. Llegó a pensar, incluso, en tallar dos maderas hasta tener al menos unos segundos de fuego.
Un nuevo apagón había puesto otra vez el mundo a oscuras, pero esta vez se prolongó por algunos minutos, durante los cuales Rubiao intentaba, a tientas, reconocer las paredes de su departamento. Llegó después la luz y Rubiao pudo darse cuenta que la puerta no estaba ahí, que inútilmente tentaleaba un rincón en busca de la salida.
Abrió la puerta y recorrió el pasillo, desistió de usar el elevador por miedo a otro apagón, así que bajó las escaleras y no paró hasta encontrarse en el estacionamiento. Echó a andar el motor de su automóvil y recorrió las calles oscuras.
Varado a medio calle por la falta de combustible, Rubiao se vio obligado a caminar con las manos en los bolsillos, con la vista puesta, por el frío, sobre sus zapatos. De vez en cuando una gota le caía al cuerpo, como si alguien, desde el cielo, se acordara, a ratos, de hacer llover. Rubiao trituraba las hojas que el viento había tirado de los árboles cuando el ruido de una explosión lo detuvo, luego vinieron gritos y detonaciones, después un silencio en el que Rubiao no dejó de caminar. En la otra acera algo como un hombre corría volteando a los lados.
-No vaya hacia allá, hubo una explosión. Rompieron una valla. Quieren entrar. Regrese, regrese –dijo el hombre, que apuró su carrera.
-Fuego ¿tiene fuego? –gritó Rubiao, pero el hombre ya se perdía entre las calles.
Continúo Rubiao su andar, mientras aviones de combate hacían piruetas en el aire.
Tocó varias veces la pequeña ventana que estaba casi a ras del suelo, con un ritmo convenido con anterioridad, después de un tiempo se abrió un resquicio.
-Cerillos - casi suplicó Rubiao.
-No hay. Pero tengo carne ¿quiere carne? Carne equina de la mejor calidad.
Rubiao creyó que era un ojo lo que apenas brillaba en el hueco de la ventana entreabierta.
-No, quiero fuego... para un cigarro.
También le pareció a Rubiao que veía una sonrisa en la silueta que lo atendía.
-No, tampoco tengo cigarros, pero quizás mañana me llegue algo, si quiere volver el señor... también tengo agua ¿quiere agua?
-No, no quiero nada. ¿Sabrá dónde puedo conseguir cerillos o encendedor?
-También eso cuesta, caballero.
Rubiao metió un billete enrollado por la comisura que fue absorbido de inmediato, se cerró la ventana y después de un rato, en el que seguramente fue a revisar la calidad del billete a un lugar con luz, la silueta regresó.
-Siga por esta calle, hasta topar con el parque, dé vuelta a la derecha, ahí encontrará un edificio viejo, toque la puerta cuatro veces espaciadas. No faltará ahí quien pueda venderle a usted un poco de fuego. Diga que lo recomiendo yo.
Después la ventanilla se cerró definitivamente y Rubiao se entregó al itinerario descrito por la silueta.
Tocó la puerta Rubiao como le explicara el comerciante. Tras un tiempo en el que la lluvia arreció se abrió una reja a la altura de la cabeza.
-Vengo de... la tienda.
-¿Elías? ¿Lo manda Elías? Pero pase, ningún amigo de él se mojará con la lluvia si puedo evitarlo.
Y el hombre abrió la puerta, una enorme puerta de madera, reforzada con acero y múltiples cerraduras. Un niño flaco y tuerto observaba detrás del hombre, que, al advertir su presencia, le acarició la cabeza.
-Bien hecho –le dijo el hombre al niño-. Sigue pendiente.
Luego Rubiao fue conducido por pasillos y escaleras hasta llegar a una sala en la que un grupo de hombres, separado, a su vez en tres o cuatro grupos, alternaban la conversación y la risa con tragos de ron o whiskey. Al ver llegar a Rubiao hubo un silencio que pronto fue roto para seguir el hilo de la conversación.
-Siéntese caballero, enseguida vuelvo-. Dijo el hombre.
-En realidad sólo vine por fuego ¿tiene fuego?
-Relájese amigo. Enseguida estoy con usted.
Y el hombre se perdió entre pasillos y puertas.
En un rincón un anciano tocaba una guitarra muy por debajo del sonido normal, como si sólo estuviera afinándola, cantaba algo, como un rezo. Rubiao no tuvo otro remedio que esperar sentado a una mesa desocupada, en donde llegaban a sus oídos frases de varias conversaciones.
-He escuchado que avanzan muy rápido. Y es natural, tienen hambre y odian.
-No he dicho eso, sino precisamente lo contrario. La fuerza de su poesía radica en la posibilidad de alternar muy variados estados de ánimo en una sola estrofa, a veces en una sola línea, sin que se pierda nunca la unidad poética.
-No crea en esos cuentos de bobos, los aplastarán, tarde o temprano los aplastarán. ¿No ha visto el tamaño de los tanques? Los he visto pasar sobre automóviles sin ningún problema. No falta mucho, ya lo verá.
-Te enredas en palabrerías. Pretendes defenderlo aludiendo a cierto tipo de virtudes, pero usando la forma que tanto criticas. Créeme, de ser tan buen poeta como dices, no se sentiría alegre con tu supina defensa.
-Disfrute el tiempo que falte, señor mío, porque es inevitable. No son rumores. Tienen la fuerza suficiente, he hecho cálculos.
-Quiero que me entiendas. Mis argumentos han ido sólo en el sentido de que su trabajo es la comprobación estética del enunciado: todo es lo mismo. Los clásicos lo intuían, su poesía lo demuestra. ¿No cree usted? –Y lanzó el orador esta pregunta a Rubiao, buscando, más que su respuesta, su integración.
-¿Gusta del placer de la lectura? –continuó el hombre.
-Patrañas, estamos a salvo-. Se escuchó con un volumen mayor al ordinario, en otra mesa.
-Fuego ¿tiene fuego?-. Preguntó Rubiao a su interlocutor casual, quien extrañado puso un encendedor en la mano de Rubiao.
Llegó entonces el hombre que había abierto la puerta.
-Debo irme-. dijo Rubiao tomándole del brazo.
-Quédese a fumar un momento con nosotros-. Sugirió el hombre que defendía la equivalencia de todas las cosas.
-No puedo, lo siento. Alguien me espera en casa, una mujer, prometí llevar fuego. Debo irme-. Y esta última frase ya iba dirigida al hombre de la puerta, casi como una orden.
La puerta se cerró detrás de él, como el sonido de una lápida. Estaba de nuevo en la calle, con la posibilidad del fuego en la mano, pero ahora pensando que daba lo mismo ir a la terraza, que hubiera noche, lluvia o la visión de un satélite natural en el oscuro cielo. Sin embargo había querido fumar y podía hacerlo. Y ¿no estaba también solo, como en la terraza? Y ¿no le pertenecía también el parque, enfrente? Todo es lo mismo, se dijo. Todo. Caminó hacia el centro del parque, observado por los cascarones de los árboles que eran agitados por el viento helado.
Se sentó en una banca y encendió el cigarrillo. Arrojó el humo hacia lo infinito del cielo formando ¿qué figuras? No lo sabía, el aire descomponía el humo y se hacían uno. Pensó que era un sueño y se echó a reír, mientras una multitud avanzaba hacia él como un solo ser. Rubiao miró al cielo aún con el gesto risueño y se preguntó cuánto tiempo faltaría para el amanecer.
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