Noción de la última escena
Sólo era una representación, /tan sólo un acto de teatro, /una simple asimilación de aquel tiempo y ese espacio… Rodrigo González
He sido un sucio forajido sobre el lomo de un corcel; un pirata con un solo ojo terrible y una pierna de palo, sobre el vaivén del mar; he sido asesino por la desesperación que deja la ausencia o el desdén de una mujer; un poeta doliente que acompaña su llanto con música. Mil personajes varios y con todos ellos provoqué arrebatado llanto o risas súbitas, también a veces el público censuraba mis acciones por perversas, pero siempre al final aplaudía mi interpretación. Me valía de unas cuerdas para moverme por la ficción del escenario, el arte de un hombre que añadía fuerza a mi voluntad; y el talento de utileros que cosían los más adecuados vestidos para cada ocasión.
Pero confieso que ahora mismo no entiendo esta trama, este suceder de acciones absurdas. Ahora mismo el hombre que debería ser la extensión de mi cuerpo, de mis extremidades de trapo, me lleva sobre sus hombros (habrase visto espectáculo más aberrante), en lugar de hacerme caminar dando brincos, con ese ritmo que encanta a los infantes, y me hace cruzar un camino custodiado por máquinas de fierro (no, no son de cartón, no son de unicel) que echan humo como las chimeneas, que hacen ruido y llevan en sus barrigas hombres que agitan los brazos para mandarse al diablo unos a otros. A todo esto, hay gigantes esbeltos con tres ojos verticales que quieren poner orden encendiendo el rojo, el amarillo, el verde. Y mi cerebro que es este viejo tambaleante emite risas estúpidas y apesta a aguardiente.
Y sucede que cuando el color rojo cede el paso a los peatones me hace desfilar por entre los carros, me pone a hacer movimientos ridículos sin gracia ni poesía. Y luego extiende la mano entre las ventanas, esperando el favor de una moneda. Pocos se dignan siquiera a mirarnos y menos todavía son los que ofrecen su dinero. Ni aplausos ni vivas ni gritos de júbilo. Pronto el rigor de la máquina hace fosforescer el verde y la ráfaga de autos se agita; tenemos que huir entre ruidos de bocinas a la acera más cercana. Y así este espectáculo grotesco y vergonzoso se repite día con día, sin terceras llamadas ni telones, sin ningún acto valeroso, sin ninguna hazaña épica que no sea la de soportar la humillación.
En la soledad de nuestro cuarto el hombre cuenta, a la luz de una vela, las ganancias del día, apila el metal en montoncitos y los cuenta una y otra vez, luego sale a la calle y regresa con una botella de aguardiente. Yo miro todo esto desde un rincón, donde él me abandona sin importar que mis cuerdas se enreden cada vez más, sin limpiarme; sin preguntar siquiera si deseo un trago, porque yo también tengo recuerdos, como él, que explota en llanto cuando mira una fotografía que libera de su solapa renegrida, luego pega la botella a su boca y da un largo trago.
Sí, yo también tengo recuerdos: cómo me guardaban en un baúl después de limpiarme con el mejor cuidado, con un cepillo retiraban las pelusas de mis ropas y las hacían brillar con aceites. Mi manejador o, mejor, mi padre, la fuerza de mi voluntad, me hablaba con amorosas palabras, cual si se dirigiera a un ser vivo y yo recibía estos mimos con tanta que me parecía entrar en profundo sueño, dichoso. Luego algo pasó, recuerdo fuego, humo que se metía por entre las rendijas del baúl, sirenas, borbotones de agua y al fin una mano que me liberaba. No volví a ver a mi celoso cuidador, me vi vagando de mano en mano, primero vendido, luego simplemente regalado, y yo quería gritar: Así no se trata a un artista, eso está fuera de todo escrúpulo. Pero naturalmente no me oían, y si lo hacían, no querían hacerlo. Así terminé en los hombros de este pusilánime, haciendo gracejadas como los simios.
Ahora mismo se está embriagando, no puede con su cuerpo, se bambolea de aquí para allá y algo dice al espejo para después arrojarle una gárgara de alcohol. Le reclama a las cosas: la silla, la mesa, los trastos, todo, con balbuceos, con risas de ironía. Llega mi turno, no se conforma sólo con atacarme con palabras, sino que me toma entre sus brazos y aprieta con violencia mi cuello de trapo, qué más quisiera yo poder liberarme, pero no me queda sino soportar la fuerza de este loco. Después de un par de bofetadas me arroja por la ventana. Caigo en un charco donde insectos vuelan o se arrastran o copulan; un perro acerca su morro para olfatearme, temo que me engulla, pero recuerdo que sólo soy un muñeco de trapo, insípido hasta para el hambre de este animal, que se aleja sin nada.
Así paso la noche con el cuerpo torcido, sin que alguien me recoja. Allá arriba las nubes atraviesan la luna y me pongo a pensar en lo que haría si mi voluntad tuviera fuerza: sin duda me pondría de pie de un brinco, me sacudiría las hormigas, que ya empiezan a subírseme y escalaría por la pared hasta la ventana, de ahí me le aventaría al beodo y lo ahorcaría con mis cuerdas, de tal manera que sufriera lo mínimo, porque me gustaría ser piadoso; él lucharía sin duda, y yo al oído muy despacito: “cálmate, no hagas ruido, sólo te libero de la tristeza de tu ficción”. Tal vez después probaría el aguardiente en su honor y saldría a terminar con la violencia, a apagar las máquinas, a enamorar doncellas y a componer hermosas odas que merecieran el aplauso y la contemplación de los hombres. Volaría como las golondrinas, nadaría como los peces. Sería libre, libre.
Pero no, el sol empieza a salir, quiero imaginarme que es el trabajo de los utileros, y que no es un astro lejano que entra y sale todos los días con absurda exactitud. Hordas de hombres empiezan a salir de sus guaridas, pasan a mi lado y no advierten mi presencia, no ven que estoy herido y que mis cuerdas necesitan mantenimiento, y limpieza mis ropitas percudidas.
Hasta que un grupo de infantes me descubre, juegan a ver quién se queda conmigo, me jalan las cuerdas, mis extremidades maltrechas, pero al final deciden que no he de ser de nadie. Me conducen a un terreno baldío aventándome de uno a otro por los aires; me conducen por un sendero rodeado de desperdicios. En una barda podrida por la humedad logran con mucho trabajo que me sostenga en mis piecitos, con la espalda recargada en la pared. Y los niños juegan a fusilarme a pedradas, y ni siquiera preguntan mi última voluntad, pediría que montaran un escenario con aquel huacal, que el telón fuera aquel andrajo, las butacas esas piedras, y que contemplaran mi último espectáculo, que aplaudieran; luego entonces que hagan lo que quieran. Pero no, recibo las pedradas por doquier, me patean, me humillan, no se hartan. Por último, uno de estos bárbaros prende un cerillo y me hace arder, empiezo a consumirme. Entonces se hace el milagro: escucho sus aplausos, sus gritos de júbilo, me aclaman.
*Esta es una de tantas versiones de este cuento que aún no redondeo. Uno de sus puntos más flacos es precisamente el título (se aceptan sugerencias).